martes, 23 de noviembre de 2010

Trichet clama en el Parlamento / Primo González

La crisis de la zona euro parece un desmoronamiento por fases de la Unión Monetaria. Uno a uno, en secuencia de peor a mejor, los países con más debilidades económicas van entrando en la UVI de los primeros auxilios, financiada por el resto de sus colegas supervivientes. No se sabe cuánto durará esta escenografía de las figuras de dominó empujándose unas a otras en una secuencia mortífera que nadie sabe en donde se detendrá, aunque algunos empiezan a vislumbrar ya la posibilidad de que el invento alumbrado por los padres del euro, con Jacques Delors a la cabeza, acabe por una disolución pacífica aunque sumamente compleja. Tanto que a estas alturas resulta prácticamente impensable desandar lo andado.

Todo lo más que resta es reflexionar sobre lo que se ha hecho mal o sobre lo que no llegó a hacerse de forma completa para remendarlo de alguna manera, levantarse y seguir adelante. Un ejercicio que, en todo caso, no es el que propugna el máximo responsable del Banco Central Europeo (BCE), Jean-Claude Trichet, aunque se le parece. Trichet ha dicho este lunes ante el plenario del Parlamento Europeo que el año 2011 va a ser, o debería ser, decisivo para el futuro de la Unión Monetaria y para la Unión Europea. 

Entre las cosas que en su día no se hicieron y que ahora apremian están desde luego dos de las cuestiones que en los últimos meses rondan la cabeza de los máximos responsables de la UE: la necesidad de implantar un auténtico gobierno económico en la Unión y la necesidad de establecer un sistema de sanciones a quienes no sigan la disciplina. Dos puntos que en realidad son uno sólo: que exista una autoridad incontestable en la conducción de la economía europea para superar el conglomerado de países con políticas no sólo dispares sino incluso contrapuestas, lo que en lo económico nos está llevando a una situación dramática.

Quizás nada de esto tendría mayor importancia de no haber dado hace diez años pasos tan decisivos como la creación de una moneda única y el sometimiento de todas las autoridades monetarias nacionales (bancos centrales) a un único Banco Central Europeo, desde donde se dictan las políticas monetarias y de tipo de cambio. La Europa de hace diez años no fue lo suficientemente ambiciosa al dar pasos decisivos hacia la creación de una zona económica auténticamente cohesionada y única. Y ahora estamos padeciendo las consecuencias.

Unas consecuencias que han quedado patentes cuando los vientos de la crisis económica han obligado a los Gobiernos nacionales a poner en marcha una serie de terapias contra la crisis general que se han revelado diametralmente distantes. Al grito de “sálvese quien pueda”, la Unión Europea ha carecido de la autoridad suficiente como para regular unas políticas económicas comunes frente a una crisis que tiene rasgos comunes, además de algunos particulares. 

No ha habido esta respuesta común ni desde Bruselas se han impartido directrices que pudieran ayudar a unos o contribuir a denunciar a otros en la aplicación de medidas de respuesta. A la hora de la verdad, cada Gobierno ha tirado por un camino diferente y lo que estamos viendo estos días son las consecuencias.

Trichet se ha quejado amargamente de la inexistencia de un gobierno económico digno de tal nombre, es decir, común a la Unión, y sobre todo de la ausencia de un sistema de sanciones que haga creíbles las políticas comunes. Lo primero, el gobierno común en lo económico, está siendo visto con recelo por la mayoría de los países, aunque la fuerza de las cosas conduce en esa dirección. Lo de las sanciones ha contado con escasas adhesiones, pero es un mecanismo ineludible si Europa quiere lanzar al mundo un mensaje contundente, serio y riguroso, que le permite ser tomada en serio.

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