No es casualidad que hayan sido Grecia, Portugal y España los países sobre los que se ha volcado toda la inseguridad generada por la crisis financiera internacional –pese a que la deuda de Italia supera con creces a lasanteriores-, como tampoco es casualidad que los agentes encargados de llevar a cabo esa campaña procedantodos del mundo financiero.
Más que de casualidad tendríamos que hablar aquí de causalidad, dado que JoséSócrates, Yorgos Papandreu y José Luis Rodríguez Zapatero son, curiosamente, líderes destacados delprogresismo europeo, ése que pone de los nervios a los mercados cuando pone de relieve sus creencias firmes en cuestiones fiscales o en la defensa de los derechos sociales.
En el caso español, ¿quiénes han sido los responsables de generar presión y desasosiego? La batalla contra la política económica del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero comenzó en enero de 2009, cuando Standard & Poor’s redujo la calificación de la deuda española del AAA al AA+. A finales de ese año (diciembre 2009) la misma agencia mandaba otro aviso, que se traduciría en una nueva rebaja en abril de 2010. España caía al AA con perspectivas “negativas”.
En mayo de este año era Fitch quien volvía a minar la credibilidad de las finanzas españolas, con su retirada de la triple A. Eso sí, mostrando una previsión más realista al usar el calificativo de “estable” para la situación de nuestra deuda. Por el contrario, la tercera en cuestión, Moody’s, mantenía el máximo rating, aunque avisaba a finales del pasado mes de junio de una más que posible rebaja.
En el análisis que hacía esta agencia para justificar su ‘tarjeta amarilla’ a España, incluía la siguiente consideración: “Un tema importante del que hablamos con ellos (España) el año pasado fue cómo pensaban reducir el déficit. Va a ser un factor fundamental para la calificación”.
No hay que reflexionar demasiado para extraer una conclusión clara de esta afirmación. Las agencias lo tienenclaro: nosotros somos los encargados de poner la nota, vosotros tenéis que plegaros a nuestras condiciones. En este contexto, parece interesante analizar quiénes son las agencias de calificación, quién regula su actividad y si funcionan de forma autónoma o dependen de empresas o gobiernos.
El enigma no es tan fácil de resolver como puede parecer a priori. Estas agencias son privadas, por lo que, en teoría, actúan de forma independiente. Pero no se pueden obviar detalles como que calificaron a Lehman Brothers, poco antes de su quiebra, como una entidad eminentemente solvente; o que las instituciones financieras que hicieron caer a Islandia estaban bien valoradas por aquellas fechas. Parece claro, por tanto, que obedecen a los intereses del poder financiero.
Los casos expuestos son sólo algunas muestras de su falibilidad, de su escasez de rigurosidad y de la más que posible contaminación que sufren sus informes. Hasta tal punto, que el mismísimo Dominique Strauss-Khan, director del Fondo Monetario Internacional, ha llegado a decir que “no hay que creerlas demasiado”, una teoríaque comparte con el Nobel de Economía, Joshep Stiglitz, quien ha ido incluso más allá al afirmar que "han sido un factor esencial para dar un empujón a la crisis, al haber contribuido a la inestabilidad de los mercados".
Eso respecto a la valoración de la deuda española. Pero las críticas también arreciaron con la calificación de las finanzas griegas. El comisario europeo de Asuntos Económicos, Olli Rehn, señaló en su día que la rebaja de la valoración de la deuda helena se hizo en un momento “extraordinario y desgraciado” y que no correspondía al rendimiento real que ofrecían sus bonos. En la misma línea habló Jean-Claude Juncker, presidente del grupo de los ministros de Economía y Finanzas de la Eurozona, aunque fue aún más severo al tachar a Moody’s de haber mantenido una conducta “irracional”.
Para ilustrar a nivel nacional esta interpretación sobre el funcionamiento interesado de las agencias de rating, sólo hay que detenerse en un dato. Cuando Standard & Poor’s quitó a España la triple A, lo hizo a falta de cinco minutos para el cierre de la Bolsa española, lo que se tradujo en unas pérdidas de 9.300 millones de euros para nuestros inversores. De haberlo hecho a la mañana siguiente, otros factores –como una simple comparecencia pública- podrían haber ayudado a reducir el impacto.
Pero no queda ahí la cosa. Por si no hubiera surtido efecto el ataque en tromba que lanzaron estas agencias, llegó a mediados de junio la locura en la prensa alemana, que lanzó una campaña para convencer a la opinión pública de que España estaba al borde del precipicio. En una información recogida por el Finantial Times, Deutschland y el Frankfurter Allgemeine Zeitung, se aseguraba que España había solicitado a la UE acogerse al Plan de Rescate previsto para situaciones de crisis extrema, al que se dotó con 750.000 millones de euros.
A la misma vez, era el Deutsche Bank quien apostaba a la baja contra la Bolsa española. Además de los rumores que apuntan a que todo esto no es más que una estrategia de países que quieren comprar nuestra deuda y sacar una rentabilidad mayor –las agencias son todas norteamericanas y la implicación de Alemania parece clara-, cabe también pensar, teniendo en cuenta la afirmación que hacía Moody’s, que hay un interés más profundo en que el Gobierno español se aleje de su políticas económicas de corte mixto y se adhiera a las tesis neoliberales.
Ante tanta presión, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero se ha mantenido firme, saliendo a la palestra día tras día para mantener la confianza en la economía española, con escaso respaldo de la oposición, que parecía aplaudir cada dato catastrófico. A pesar de ese ímpetu por proteger nuestra economía, parece que finalmente ha habido que ceder y se han aprobado algunas medidas de corte poco social.
Quizás merezca la pena hacer sacrificios, aunque ello dependerá de que estos vengan acompañados de algunos cambios en las reglas del juego económico. A partir de ahora, tal como se ha propuesto en las últimas reuniones de la UE y el G-20, habría que supervisar la actuación de las agencias de rating, habría que sancionarlas en caso de que fallen en sus predicciones y habría que desarrollar mecanismos internacionales que hagan valoraciones realistas y que garanticen la neutralidad de las mismas.
(*) Francisco Rosa es asistente de Comunicación de la Fundación IDEAS