sábado, 29 de enero de 2011

La demagogia de la derecha / Oliver del Valle


España será lo que quieran los españoles y no cinco señores reunidos”, ha dicho Mariano Rajoy, máximo dirigente del Partido Popular. Este es un ejemplo típico de la demagogia de la derecha, que apela al sentimiento nacional, y al pueblo español, sólo cuando conviene a sus intereses.

Si me ocupo más de la izquierda, en esta sección, es sencillamente porque está gobernando, ¡y con qué maneras! Pero yo no olvidaré jamás -y conmigo, estoy seguro, miles de españoles lúcidos-, que durante la transición de la dictadura a la monarquía, siete señores reunidos (en realidad, sólo dos), se compincharon para elaborar en secreto la Constitución de 1.978, convirtiendo el Estado español en lo que a ellos les dio la gana, y no en lo que quisieron los españoles.

Cuando en un régimen parlamentario, las Cortes elegidas para gobernar, sacan de la manga una Constitución, sin mandato alguno de los electores, están dando un golpe de Estado constitucional. Es cierto que el texto de la Constitución de 1.978, fue sometido a referéndum y respaldado por una famélica mayoría de españoles. Pero aunque un golpe de Estado cuente con el respaldo hegemónico de la sociedad civil, y pase el trámite de las urnas, nunca conseguirá sacudirse la ignominia de ser un golpe de Estado.

Para cubrir las apariencias, usaron a unos cuantos correveidiles de los principales partidos, indignamente llamados padres de la Constitución; pero fueron Abril Martorell, representando a la derecha franquista, y Alfonso Guerra, en nombre de la izquierda socialista, quienes pactaron la parte más sustanciosa del texto constitucional. No me sorprende que ambos se hicieran buenos amigos. La política conspiratoria, tramada a escondidas, en algún rincón, hace extraños compañeros de viaje.

El resultado está a la vista de todos. La monarquía franquista, reformada, hizo sitio a los partidos de izquierdas, ávidos de poder, legalizándolos y ofreciéndoles un reparto de escaños, mediante el antidemocrático sistema proporcional, que les garantizaba una presencia permanente en las instituciones del Estado. A cambio, los socialistas y los comunistas renunciaron a la república; al restablecimiento de los Estatutos republicanos de Autonomía para Cataluña, País Vasco y Galicia; y a una auténtica democracia representativa, que ellos, en el fondo, tampoco querían.

Para ocultar esta traición, los partidos, arropados por la prensa, se presentaron a los españoles con el dilema: o aprobáis esta Constitución o vuelve la dictadura. La propaganda fue implacable. Los que a pesar de nuestra juventud e ignorancia, aspirábamos a gozar de las libertades democráticas, pero no militábamos en ningún partido, nos quedamos confundidos y desorientados, por el cambio de discurso de las izquierdas.

Las pocas voces independientes, dentro de la oposición activa al franquismo, que no seguían las consignas partidistas, fueron silenciadas. El mismo Antonio García-Trevijano, coordinador de la Platajunta, tan firme defensor de la transición a la democracia como enemigo de pactar una reforma del régimen franquista, fue encarcelado por Manuel Fraga y retenido en ella por Felipe González. Fue así como las izquierdas y las derechas, sumisas a las presiones de Henry Kissinger y Willy Brandt, traicionaron el ideal de la democracia y, de paso, a toda la nación.

Si de veras la izquierda y la derecha fueran demócratas, hubieran introducido en la Constitución, durante los últimos treinta años, los cambios necesarios para hacerla democrática: separación de poderes en el Estado; elección de diputados mediante candidaturas uninominales por distritos; elecciones presidenciales por sufragio universal; elección directa de los jueces y otros cargos públicos; y limitación drástica del poder del gobierno nacional y autonómico, descentralizándolo a favor de los municipios, donde se podría introducir una democracia casi directa.

Naturalmente, los partidos no lo harán. El poder político está en sus manos. No lo soltarán por las buenas. Sólo se me ocurre una vía, dada la pasividad de la mayoría de los españoles frente al poder: la abstención electoral consciente y crítica. Cuando ésta supere el cincuenta o el sesenta por ciento, tal vez el régimen de partidos o partitocracia, entre en crisis y, en ese caso, los políticos no tendrán más remedio que introducir reformas democráticas.

Entonces, España será lo que quieran los españoles y no, como ahora, lo que deciden cinco señores. Entre ellos, el señor Rajoy.

Pero, una duda me asalta: ¿querrán los españoles ser libres de verdad?

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