jueves, 6 de enero de 2011

La decadencia de Occidente / Isabel Soto Mayedo *

El fin de la cultura occidental, expandida en nuestro tiempo por obra y gracia del capitalismo globalizado, fue predicho desde la tercera década de la vigésima centuria por el filósofo alemán Oswal Spengler. En Der Untergang des Abendlandes o La decadencia de Occidente, éste rechazó la concepción eurocéntrica de la historia por ignorar las grandes culturas americanas e insistió en la senectud de otra que "no puede ser la cumbre de la historia universal".

El teórico esgrimió la supuesta impopularidad de lo occidental por su propensión a desatenderse del alma, regirse por el utilitarismo, y romper el contacto con lo que identificó por símbolo primitivo o ursymbol.

Este concepto, explicó Spengler, sólo puede ser sentido por las personas ligadas a una cultura y explica la imposibilidad de muchos de comprender o asimilarse radicalmente a otra.

"El europeo moderno ve los destinos ajenos a través de los conceptos de constitución, parlamento, democracia, aunque la aplicación de tales conceptos en otras culturas es ridícula y absurda", afirmó en lo que parece hoy una suerte de ensayo del discurso político latinoamericano actual.

Desde el psicoanálisis, otro científico también dejó constancia en la época del ascenso del malestar general con una cultura que reposa sobre la renuncia a las satisfacciones instintuales de los seres humanos.

Esta impone obstáculos a las personas en su andar, orientado en primera instancia a la búsqueda de lo que presupone como felicidad, consideró el austriaco Sigmund Freud en 1929.

El ser humano cae en la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura. "El tabú, la ley y las costumbres establecen disímiles limitaciones que afectan tanto al hombre como a la mujer", sentenció.

"Con la severidad de sus preceptos y prohibiciones, semejante esquema social se despreocupa demasiado de la felicidad del yo y olvida las resistencias contra el cumplimiento de estos, la energía instintiva de las personas y las dificultades que ofrece el mundo real", argumentó Freud.

Tales ideas tuvieron mayor acogida a partir de la crisis económica capitalista de 1929-1933, del afianzamiento del fascismo en Europa, y de la difusión de las contradictorias políticas estalinianas.

Sin embargo, la prosperidad vivida tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), por la aplicación de teorías económicas y concepciones elaboradas en las otroras potencias coloniales y en una emergente, Estados Unidos, puso en tela de juicio estas consideraciones.

Los constantes progresos tecnológicos, el avance vertiginoso de las economías, de la calidad de vida, y alguna que otra nueva creación intelectual, confundieron a muchos hasta mediados de los años de 1970.

La bonanza cedió terreno entonces al aumento de la inflación, la ruptura del orden monetario posterior a la guerra -el patrón oro-dólar y las tasas de cambio fijas-, al alza de los precios del petróleo y al cambio de perspectiva en cuanto a los objetivos que debía seguir la política económica.

Gobiernos, medios políticos, intelectuales y académicos coincidieron, en ese contexto, en la urgencia de cambiar el mundo, aunque las discrepancias prevalecieron en relación con las vías a seguir para lograrlo.

Por un lado, unos admitían la necesidad de introducir modificaciones estructurales para preservar el status quo, en tanto otros concordaban en que la decadencia de los sistemas históricos en boga resultaba irreversible y propiciaron cambios para transformarlos.

"En esta rápida discusión de la crisis de la civilización del capitalismo actual se debe señalar como síntoma de su agotamiento cultural la escasa y decreciente creatividad expresiva e intelectual", señaló con posterioridad el investigador mexicano Jorge Graciarena.

Él y otros estudiosos del quehacer intelectual en América Latina concordaron en los años 70 en que esa era una de las épocas más pobres de la historia de Occidente.

"Esta época es pobre en el campo intelectual y débil en su fuerza de estímulo para generar nuevas ideologías y mitos sociales capaces de movilizar energías colectivas hacia ideales y objetivos que signifiquen un enriquecimiento efectivo de la vida humana", enfatizó Graciarena.

Lejos de compensar la debacle, los logros del progreso técnico-científico reforzaron la crisis de este modo de civilización, porque propulsaron el vaciamiento interior del hombre y la expansión de sus tendencias autodestructivas.

Ello fue corroborado por el sociólogo francés Alain Touraine, quien criticó igual la concepción occidental de la modernidad, en 1992.

Centró sus cuestionamientos en la visión defensora del racionalismo que integra a las personas en la naturaleza, el microcosmos en el macrocosmos, y rechaza los dualismos del cuerpo y del alma, del mundo humano y el trascendente.

"La idea de modernidad no excluye la idea del fin de la historia (este) es más bien el fin de una prehistoria y el comienzo de un desarrollo impulsado por el progreso técnico, la liberación de las necesidades y el triunfo del espíritu", sugirió.

Touraine recuerda en su obra que la más efectiva concepción occidental de la modernidad consideraba que la racionalización imponía la destrucción de los vínculos sociales, de los sentimientos, de las costumbres y de las creencias tradicionales.

Esta manera de ver la historia humana veía a la razón y a la necesidad que preparaba su triunfo como únicos agentes de la modernización y no a una categoría o a una clase social particular.

"La idea de la modernidad, cuando es definida por la destrucción de los órdenes antiguos y por el triunfo de la racionalidad, objetiva o instrumental (a la manera eurocéntrica), ha perdido su fuerza de liberación y creación", añadió el sociólogo francés.

Mérito reconocido de este autor es haber roto con la costumbre de reducir la modernidad a la razón e introducir el tema del sujeto y la subjetividad.

El control de lo vivido, su transformación en personal, el reconocimiento de su autoría, el paso del Ello al Yo, es el Sujeto, el cual a su vez es actor, porque no actúa conforme a la situación que ocupa en el entorno social, sino transformándolo, explicó Touraine.

Tal concepto del Sujeto y su capacidad de transformación impulsó el abandono del lenguaje determinista en los estudios sobre la sociedad y orientó las pesquisas al reconocimiento de la influencia de los actores y de las posibilidades de cambio que estos siempre suponen.

Mejor aún, puso en su justo lugar a un modo de concebir el desarrollo social en quiebra, al admitir que si bien la modernidad europea sacó a muchos pueblos del mundo de los límites de la cultura local, se agotó frente a la intensidad de los intercambios con otras tan o más ricas.

El incremento de la población, de las capitales, de los bienes de consumo, de los instrumentos de control social y de las armas, contribuyó también a este deterioro, al decir del especialista.

Al distinguir en su unidad el proceso de descomposición de la visión eurocéntrica sobre el desarrollo, detrás del caleidoscopio cultural que distingue a la identificada como época postmoderna, Touraine dio continuidad a las ideas spenglerianas y alentó la polémica.

Al avanzar el siglo XXI, el debate cobra bríos en proporción con la nitidez con que se aprecian los signos de la decadencia de Occidente y, en particular, de su manera de concebir el progreso en base a la mecanización de todos los procesos.

* Periodista, profesora universitaria e historiadora cubana, especializada en temas de América Latina, el Caribe y Cuba

Ocaso de un “filósofo”, retorno de un “militante” / Ángel Ferrero *

En su demoledora crítica al marxismo estructuralista, el historiador británico E.P. Thompson comparaba la filosofía de Louis Althusser con el billete de entrada a un espectáculo cuya única condición es la de abandonar una parcela de nuestra razón en la puerta. «Y una vez dentro de la sala de teatro», proseguía Thompson, «nos damos cuenta de que no hay salidas.» Althusser murió, los discípulos perdieron la fe, la Teoría se dividió en subalthusserianos, postalthusserianos y otros derivados freudomarxistoides, pero el espectáculo continúa. Y a fe que ha mejorado. 

Slavoj Žižek es, con toda probabilidad, la quintaesencia del mismo: en Europa continental –pero sobre todo más para acá– y en algunos países latinoamericanos es celebrado en determinados cenáculos académicos por su capacidad para llevar de la mano a sus lectores de paseo por la filosofía, la historia, la semiótica, la crítica cinematográfica y hasta la anécdota y el chiste de humor grueso, y ello a pesar de la visible falta de coherencia de su obra y aún en un mismo texto.

Aunque en países filosóficamente serios como Alemania Toni Negri, Alain Badiou o el propio Žižek cosechan titulares como "Philosophendämmerung" (Tageszeitung, 29 de junio de 2010), en el resto de Europa mantienen un núcleo de seguidores hardcore –del profesorzuelo provinciano al lector inocentón– que los acompañarán hasta que aquéllos se cansen y cedan el báculo obispal a la siguiente generación de filósofos prêt a penser. 

Y así in saecula seculorum. Fíjense hasta qué punto ha cedido la filosofía continental a la lógica del star system que esta reedición de Terrorismo y comunismo de León Trotsky se titula, en realidad, Slavoj Žižek presenta a Trotsky. Terrorismo y comunismo, muy probablemente un private joke con la serie de televisión de Alfred Hitchcock.

Žižek comienza su prólogo diferenciando dos figuras de Trotsky: por una parte, «la aburguesada imagen de Trotsky, el libertario antiburocrático del Termidor estalinista», por la otra, «el "judío errante" de la "revolución permanente" que no podía encontrar paz en el rutinario proceso posrevolucionario de la (re)construcción de un nuevo orden.» (p. 6) A estas dos figuras contrapone Žižek una tercera: «Trotsky el precursor de Stalin» (p. 7). Tal y como lo leen. 

Aunque inmediatamente matiza muy ligeramente esta afirmación de zascandil, Žižek monta esta mesa sobre tres patas: la defensa de «un régimen de partido único», «la militarización del trabajo» y que Stalin tenía en su biblioteca «un ejemplar muy leído de Terrorismo y comunismo, lleno de notas manuscritas que revelan la aprobación entusiasta de Stalin: ¿qué más se necesita como prueba?» (p. 7) Lo que sabemos de este episodio es en realidad que junto al fragmento en que Trotsky escribe «la revolución exige que la clase revolucionaria haga uso de todos los medios posibles para alcanzar sus fines… el terrorismo si es preciso», Stalin agregó la siguiente nota: «¡Correcto! Bien dicho, así es».

 Esto prueba, efectivamente, poca cosa. Si acaso, que el entusiasmo de Žižek por Stalin proviene seguramente por el empleo compartido por ambos del mismo riguroso método: el de tomar una cita, descontextualizarla y utilizarla para justificar los fines propios en arreglo a criterios de oportunidad política. Y ahí no termina la cosa: «Trotsky –escribe Žižek– llega a presagiar la infame tesis estalinista según la cual, en la transición del capitalismo al socialismo, el Estado "se extingue" con el fortalecimiento de sus órganos, específicamente de sus órganos de coerción.» (p. 12)

Pero lo que dice realmente Trotsky es que así «como la lámpara, antes de extinguirse, brilla con una luz más viva, el Estado, antes de desaparecer, reviste la forma de dictadura del proletariado; es decir, del más despiadado gobierno, de un gobierno que abraza imperiosamente la vida de todos los ciudadanos.» (p. 292) Aquí todo se confunde: no se toma al estalinismo por lo que fue (la osificación de unas estructuras creadas como transitorias) sino por lo que dijo que era (la desaparición del Estado con el fortalecimiento de sus órganos). 

Lo que sigue es más o menos igual durante cuarenta páginas en las que lo único con sentido de esta macedonia parece ser el siguiente parágrafo: «Trotsky es aquel para el que no hay lugar ni en el socialismo realmente existente anterior a 1990 ni en el capitalismo realmente existente posterior a 1990, en el que ni siquiera los nostálgicos del comunismo saben qué hacer con la revolución permanente de Trotsky: tal vez el significante "Trotsky" sea la designación más apropiada para lo que vale la pena redimir del legado leninista.» (p. 25)

Con todo, conviene saludar la reedición de este libro, escrito como respuesta a Terrorismo y comunismo (1919) de Karl Kautsky, y que lidia, no siempre afortunadamente, con algunos de los mayores puntos de fricción de la tradición marxista. 

El primer capítulo, titulado "correlación de fuerzas" se ocupa someramente de un debate histórico clave en la tradición comunista –¿puede una sociedad alcanzar el comunismo sin atravesar las penurias del capitalismo?– pero que para los bolcheviques –quienes, por emplear la famosa formulación de Gramsci, habían llevado a cabo una revolución contra El capital– era apremiante, pues si por una parte criticaban, correctamente, la representación mecánica del desarrollo de las relaciones sociales presente en la cabeza de muchos socialdemócratas de la época, no se hacían demasiadas ilusiones con respecto al futuro de una Rusia revolucionaria que era poco menos que un archipiélago industrial en medio de "un océano de campesinos" (Bujarin) si fracasaba la revolución alemana que habría de acudir en su ayuda. 

Otros temas igualmente importantes tratados en el libro por Trotsky son la naturaleza y función de las alianzas políticas de los comunistas con otros grupos, la relación de los sindicatos con el nuevo Estado socialista, la cuestión campesina, la organización del trabajo y su división técnica y social según criterios socialistas, el papel de los intelectuales o la política internacional con respecto a los países imperialistas y las colonias.

Por desgracia, nada de esto parece interesar demasiado a Žižek, quien, en su ofuscamiento teórico –no exclusivo de este prólogo– por la violencia, minimiza, hasta su práctica desaparición, el contexto histórico en que se redactó el libro, a saber: el de una socialdemocracia que atravesaba la peor crisis de su historia tras la votación a favor de los créditos de guerra y a la que «una educación exclusivamente literaria y estética ha arruinado para la acción», tal y como escribe el periodista H.N. Brailsford para el prefacio a la edición original; el de una Unión Soviética aislada internacionalmente y en cruenta guerra civil. 

El carácter contingente de las instituciones de emergencia puestas en pie por los bolcheviques nunca escapó a la atención de sus creadores, ni su carácter y evolución dejaron de ser una fuente de preocupaciones: «Si nuestra Revolución de Octubre hubiere ocurrido algunos meses o siquiera algunas semanas después de la conquista del poder por el proletariado en Alemania, Francia e Inglaterra, sin duda de ningún género, nuestra revolución hubiera sido la más pacífica, la menos "sangrienta" de las revoluciones posibles en el mundo. Pero este orden histórico –a primera vista el más natural y en todo caso el más ventajoso para la clase revolucionaria rusa– no ha sido infringido por culpa nuestra, sino por culpa de los acontecimientos: en lugar de ser el último, el proletariado ruso ha sido el primero.

Precisamente esta circunstancia ha sido la que ha dado, después del primer período de confusión, un carácter encarnizadísimo a la resistencia de las antiguas clases dominantes en Rusia y ha obligado al proletariado ruso, en el momento de los mayores peligros, de las agresiones del exterior y los complots y alzamientos en el interior, a recurrir a las crueles medidas de terror gubernamental. Nadie puede sostener actualmente que estas medidas hayan sido ineficaces. Pero acaso se pretenda considerarlas como "inadmisibles".» (p. 150)

Y más adelante: «En Rusia, la elite dirigente de la clase obrera es demasiado reducida. Esta elite ha practicado la acción política ilegal. Durante mucho tiempo ha sostenido una lucha revolucionaria. Ha vivido en países extranjeros. Ha leído mucho en las cárceles y en el destierro, ha adquirido una considerable experiencia política y una gran amplitud de criterio. Representa lo mejor de la clase obrera. Detrás de ella viene la generación más joven, que participa conscientemente en la revolución desde 1917. Es una parte muy valiosa de la clase obrera. 

Dondequiera que dirijamos la mirada: a la organización soviética de los sindicatos, a la acción del partido frente a la guerra civil..., el papel director lo desempeña esta elite del proletariado. La principal acción gubernamental del poder soviético en estos años y medio consistía en maniobrar con esa elite de trabajadores, que enviaba ora a un frente ora a otro. Las capas más bajas de la clase obrera, de origen campesino, aunque de espíritu revolucionario, aún son muy pobres en iniciativa. ¿Qué padece el mujik ruso? Un mal gregario: la ausencia de personalidad, es decir, lo que ha sido cantado por nuestros narodnikis reaccionarios, lo glorificado por Lev Tolstoi, en la persona de Platón Karatáyev: el campesino se disuelve en la comunidad y se somete a la tierra. 

Está claro que la economía socialista no se funda en los Platón Karatáyev, sino en los trabajadores que piensan, dotados de espíritu de iniciativa y conscientes de su responsabilidad. Es preciso a toda costa desarrollar en el obrero el espíritu de iniciativa. […] La solidaridad socialista no puede basarse en la falta de individualidad y en la inconsciencia animal. Y es esta ausencia de individualidad precisamente la que se oculta en el sistema de los burós o comités, en la administración colectiva.» (pp. 286-287)

Consideremos, por dar un ejemplo más, el rechazo a lo que Trotsky denomina "fetichismo del parlamentarismo". Éste ha de tomarse nuevamente en su contexto histórico y no a la tremenda y pretendiendo ver en él un juicio atemporal, como hace Žižek, y ello cuando la(s) izquierda(s), especialmente en Latinoamérica, demuestran poder conquistar, aupadas por los movimientos sociales y organizaciones ciudadanas, amplias mayorías parlamentarias sin abandonar su compromiso con la justicia social e implementando sus programas de reforma sin necesidad de recurrir a la coerción estatal despiadada.

Para ir terminando, no está de más recordar que, como ha comentado en más de una ocasión Daniel Raventós, una cosa es Trotsky y otra muy diferente los trotskistas, y que incluso la opinión de Trotsky no siempre fue la misma, ni antes ni después de la redacción de Terrorismo y comunismo, en el cual por cierto no rechaza la vía parlamentaria, como da a entender el prólogo de Žižek: «Las elecciones parlamentarias no fueron nunca para los socialdemócratas, al menos en principio», escribe, «un sustitutivo de la lucha de clases, de sus choques, de sus ofensivas, de sus insurrecciones; fueron tan sólo un medio auxiliar empleado en esta lucha –desempeñando un papel de más o menos importancia, según las ocasiones– que había de abolirse por completo en la época de la dictadura del proletariado.» (p. 107)

Al calor de la ola de protestas sindicales que está recorriendo Europa, permítanme recuperar otro fragmento, en esta ocasión de un artículo escrito en 1911: «Una huelga, incluso de poca importancia, tiene consecuencias sociales: aumento de la confianza en sí mismos de los trabajadores, fortalecimiento de los sindicatos e incluso, a menudo, mejoras de la tecnología de producción.» Ustedes deciden qué Trotsky es el que vale la pena recuperar: si el del filósofo o el del militante.

(*) Àngel Ferrero colabora habitualmente con SinPermiso con traducciones y artículos de crítica político-cultural