domingo, 9 de enero de 2011

El 'apartheid' europeo / Enrique Gil Calvo *

Los efectos retardados de la crisis del crédito sobre la integración europea están resultando devastadores. En un comienzo no fue así, pues durante la primera fase financiera de la crisis, cuando todo parecía deberse al apalancamiento privado, la respuesta europea en términos de planes coordinados de estímulo y rescate resultó esperanzadora. Era la época aún reciente pero ya tan lejana en que el duunviro Sarkozy, aconsejado por su asesor Attali, reclamaba la necesidad de refundar el capitalismo para proceder a su gobierno. Todo porque entonces se pensaba que la crisis era un cáncer solo anglosajón, causado por los excesos del mercado privado contra los que la estatalista Europa parecía inmunizada. Pero desde la primavera todo eso ha cambiado. Y ahora se diría que asistimos al estallido descontrolado de la burbuja europea.

El primer síntoma del pinchazo fue la crisis de la deuda griega, pero en seguida el miedo al impago de otras deudas soberanas se extendió a los demás miembros del club de los PIGS (Portugal, Irlanda, Grecia y España), amenazando con provocar el estallido del euro. De ahí que en mayo se celebrase una cumbre del Consejo Europeo donde, tras la negativa de la duunvira Merkel a refinanciar la deuda mediterránea, y ante la imposibilidad de alcanzar un consenso de cooperación norte-sur, se decidió imprimir un giro copernicano a la lucha contra la crisis. En lugar de planes coordinados de estímulo y rescate financiados con endeudamiento público, justo al revés: severas políticas de inmediata estabilización fiscal, que dejaban inermes a los Estados miembros para que cada palo aguantase su vela. Fue la estampida del sálvese quien pueda, que solo repercutió en los eslabones más débiles de la cadena europea: los países periféricos, sometidos a un drástico régimen de ajuste fiscal que les emplazó a reducir su déficit público en solo tres años. Y la primera víctima propiciatoria fue la población helena.


Aquel sacrificio del chivo emisario griego pareció calmar a los acreedores, pero el momentáneo alivio solo duró seis meses, pues este último otoño hemos padecido la segunda ronda (hasta la fecha) de la crisis de la deuda periférica. Esta vez la hecatombe se ha cebado en Irlanda, pero la persecución amenaza con replicarse acechando a Portugal y España, detrás de las cuales vienen Bélgica e Italia: países de origen católico todos ellos, contra los que se dirige la propaganda protestante de la prensa financiera anglogermana. Y de nuevo el duunvirato París-Berlín continúa imponiendo la segregación monetaria, al negarse a crear un Tesoro común capaz de emitir bonos de deuda pública federal. Es verdad que al menos el euro continúa a salvo por el momento. Pero no por el sacrificio de los países ricos, ca-paces de liderar el saneamiento, sino al revés: por el sacrificio de los países pobres, a cuyas poblaciones se obliga a sufragar el precio de la crisis en términos de desempleo y caída del poder adquisitivo. Pero como el ajuste fiscal solo se administra a las clases medias y asalariadas, que son las únicas transparentes, estas han reaccionado tratando de desplazar el coste descargándolo hacia abajo: hacia las clases excluidas de inmigrantes y desempleados. Lo cual ha generado un clima de xenofobia etnocéntrica que culpa a los más pobres de las estrecheces que soportan las clases intermedias.


Este mismo verano pudimos verlo con Sarkozy, que para contrarrestar el declive de su popularidad desató una campaña de persecución contra los migrantes rumanos. Y lo peor fue que sus colegas del Consejo Europeo se solidarizaron con él, obligando a la Comisión a encubrir la discriminación con un manto de normalidad. Tampoco fue muy distinto lo ocurrido en otros países que celebraron recientes elecciones, como Holanda y Suecia, donde se premió con ascenso del voto a partidos racistas que pedían la discriminación de los extraños. Y en todo esto el pionero fue sin duda el Gobierno de Berlusconi, gran precursor de las dos formas de discriminación aquí expuestas, ambas exigidas por la secesionista liga padana: la del norte rico contra el sur pobre y la de las clases autóctonas contra las clases inmigrantes. Y a juzgar por el precedente de los comicios catalanes, cabe temer que aquí en España acabe pasando otro tanto, si cunde en el futuro el mal ejemplo padano.


Así es como por toda Europa se está instalando un doble sistema de brutal apartheid. A escala continental, la segregación de los países PIGS (latinos, mediterráneos o católicos), injustamente discriminados por los países WASP (eje Berlín-París más Escandinavia, Países Bajos y Reino Unido). Y a escala estatal, la segregación de los inmigrantes socialmente excluidos (moros y morenos), a quienes los blancos autóctonos discriminan por el simple color de su piel denegándoles derechos laborales y políticos: véanse al respecto las recientes directivas del Parlamento Europeo. ¿Qué está pasando aquí? ¿Cómo es posible que en la Europa sin fronteras se estén volviendo a levantar otras nuevas barreras fundadas en la etnia, la confesión religiosa o el origen civil?


Una explicación consoladora es atribuirlo a la crisis económica, en definitiva pasajera. En la Gran Depresión de los años treinta, la reacción de los Estados fue refugiarse en un nacionalismo excluyente a fin de legitimar el proteccionismo arancelario, lo que no impidió una creciente polarización de la lucha de clases que habría de dar lugar a 10 años (1936-1945) de guerra civil europea. Y bajo la Gran Recesión actual estaría ocurriendo otro tanto: la Unión Europea no ha podido soportar la crisis de la deuda y ha estallado en una Desunión de nacionalismos excluyentes, a fin de legitimar la injusta estabilización fiscal. Y si ese expediente no se ha traducido en lucha de clases ha sido porque la presencia de un amplio colchón de inmigrantes ha permitido descargar hacia abajo la tensión social, haciendo pagar el precio de la crisis a esa nueva clase de servicio que forman los pobres metecos últimos en llegar.


Pero también podemos buscar otra explicación más pesimista, y es advertir que el actual apartheid europeo reabierto por la crisis no ha hecho más que aflorar a la superficie unas divisorias latentes que ya subyacían bajo la supuesta integración oficial. Así, Europa siempre habría estado dividida en compartimentos estancos tanto interestatales (los WASP contra los PIGS) como intraestatales (el norte rico contra el sur pobre y los autóctonos contra los foráneos). Unas divisorias que resultaba políticamente incorrecto reconocer como tales, pues desmentirían el dogma oficial de los derechos universales, pero que explican bien el que nunca haya habido, ni quizás pueda haber, una esfera pública común ni una conciencia compartida de identidad colectiva europea. Solo que esas divisorias permanecían invisibles gracias al éxito material que, mientras duró el negocio, había supuesto la integración europea.


¿A qué divisorias me refiero? A las que ha revelado la investigación social. Es la división en cuatro tipos de welfare state propuesta por Esping-Andersen (nórdico, anglosajón, continental y mediterráneo). O la distinción de tres sistemas político-mediáticos propuesta por Hallin y Mancini (mediterráneo-polarizado, anglosajón-neoliberal y germánico-corporativo), que es la misma de Colomer en tres tipos de democracia (latino-plebiscitario, anglo-mayoritario y nórdico-consociativo). Y la explicación de por qué persisten estas fronteras entre las diversas Europas (y entre los diversos territorios de cada Estado, según revela nuestra deriva autonómica), como si cada territorio estuviera dominado por su peculiar genius loci (el espíritu del lugar), es la continuidad histórica debida a lo que North llamó la dependencia de la trayectoria institucional (path dependency). Es el habitus colectivo aprendido de la experiencia histórica anterior, que por inercia predispone a cada población a persistir en sus prácticas adquiridas, por contraproducentes que resulten para adaptarse a la realidad actual. Y a falta de cohesivo liderazgo europeo, se impone la regresión al pasado del apartheid disgregador.


(*) Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid

La riqueza cambiante de las naciones / Manuel de la Rocha

Un aspecto ampliamente conocido de la economía global del siglo XXI es el surgimiento de los llamados países emergentes. Pero el realineamiento económico mundial de las dos últimas décadas va mucho más allá y representa una transformación de importancia histórica, comparable a la revolución industrial, de la que destacamos los siguientes aspectos:

1. El centro de gravedad de la economía internacional se desplaza rápidamente hacia Oriente y el Sur: aún más dramático, más de la mitad del crecimiento económico a nivel mundial en los últimos 15 años ha sido generado por los países emergentes y en desarrollo. Como consecuencia, las economías que no son miembros de la OCDE ya representan el 49% del PIB global, que según las proyecciones llegará al 57% en 2030. La crisis económica que ha golpeado fundamentalmente a los países de la OCDE ha acentuado estas tendencias.


2. La división tradicional entre países desarrollados y países en desarrollo ya no es tan significativa. Las enormes divergencias entre países requieren de una nueva clasificación que defina mejor su evolución económica. La OCDE


[Shifting Wealth: Perspectives on Global Development. 2010] propone una descripción dinámica del mundo, dividido en cuatro categorías basado en el crecimiento de las dos últimas décadas: países prósperos: los de la OCDE; países convergentes, con tasas de crecimiento per cápita que doblan las de la OCDE; países con dificultades (struggling), con tasas de crecimiento per cápita solo ligeramente superiores a la OCDE y; países pobres, que sufren bajas tasas de crecimiento y renta per cápita por debajo de los 950 dólares al final del periodo. 


Esta categorización va más allá de la tradicional división entre Norte y Sur, y proporciona una visión mucho más completa de la evolución dinámica del desarrollo global. Así, se muestra claramente que un grupo importante de países en desarrollo, entre los que destacan casi toda Asia, parte de Latinoamérica y amplias zonas de África, van convergiendo hacia niveles de riqueza de los países prósperos, otros están luchando para penetrar en ese selecto club, mientras que unos 25 países siguen sufriendo bajo el peso de la pobreza extrema, esencialmente en África Occidental y Central.

Muchas de las causas de este cambio estructural de la economía internacional son bien conocidas, otras no tanto. Primero, la apertura exterior de economías, anteriormente cerradas, como China, India y la URSS entre otras, produjo una sacudida en la oferta del mercado laboral mundial. Cerca de 1.500 millones de trabajadores se incorporaron a la economía de mercado en la década de 1990. Esto redujo el coste de numerosos bienes y servicios comerciados, posibilitando el despegue de varios países convergentes, principalmente en Asia.


Segundo, el crecimiento en los países emergentes alimentó la demanda de materias primas y energía, lo que produjo una transferencia de riqueza hacia los países exportadores de estos productos, impulsando así el crecimiento en África, Latinoamérica y Oriente Próximo. Y tercero, muchos países emergentes han pasado de ser deudores a acreedores netos, acumulando grandes cantidades de divisas, especialmente China, lo que ha permitido mantener bajas las tasas de interés en los países desarrollados.

3. La creciente importancia del Sur para el Sur: la intensificación extraordinaria de los flujos económicos y financieros entre los gigantes emergentes y los países pobres, a través del comercio y la inversión extranjera directa, es una de las grandes novedades de esta nueva era. Es probable que esta tendencia continúe. En 2009 China se convirtió en el principal socio comercial de Brasil, India y Sudáfrica. Los países en desarrollo ahora mantienen cerca del 37% del comercio mundial, y el comercio intrasur representa alrededor de la mitad de ese total, constituyéndose potencialmente como el gran motor del crecimiento mundial en la próxima década.


4. La pobreza extrema se ha reducido en términos absolutos, pero ha aumentado la desigualdad al interior de los países. El realineamiento de la economía mundial ha permitido reducir el número de pobres en 120 millones durante los noventa y aproximadamente 300 millones en la primera mitad de la década del 2000. Solo en China, por ejemplo, entre 1990 y 2005 la pobreza extrema disminuyó del 60% al 16% de la población. A pesar de la reducción de la pobreza absoluta, la desigualdad a nivel global no se ha reducido. 


El aumento gigantesco de la desigualdad en países como China o India ha surgido de estructuras económicas duales, por la incorporación de muchos millones de trabajadores desde zonas rurales de bajísimos ingresos a los sectores urbanos impulsados por los servicios y las manufacturas. El aumento de la desigualdad también se ha producido en las grandes economías del norte, como EE UU o Reino Unido, y está en el origen estructural de la crisis financiera del 2008. Por el contrario, otros países como Brasil o Sudáfrica han sido capaces de crecer vigorosamente y reducir los niveles de desigualdad.

De la evolución descrita se desprende que la velocidad y magnitud de los cambios han sido más profundas de lo que se pensaba hace 30 años, cuando la ideología neoliberal comenzaba su dominio y se destacaban las oportunidades que la globalización ofrecía para el crecimiento y el desarrollo, y por tanto la necesidad de abrirse y adaptarse para aprovecharlas. Pero mientras las transformaciones han sido de mayor calado que el inicialmente previsto, las políticas de reforma y redistribución en los países de la OCDE no han sido a menudo suficientes para compensar los desafíos de la globalización, y la desigualdad y vulnerabilidad social han aumentado.


Veinte años después, los mercados financieros globales imponen su dictadura, muchos Gobiernos nacionales se ven impotentes y la ciudadanía apenas percibe diferencias en las salidas a las crisis entre Gobiernos progresistas y conservadores. Y es que aunque los problemas siguen siendo locales, las soluciones pasan por propuestas y políticas globales. En este sentido, se señalan tres áreas claves para un programa socialdemócrata de alcance global:


La primera prioridad es el establecimiento de una nueva gobernanza global: si los problemas del planeta cada vez son más globales, la responsabilidad y las soluciones deben compartirse entre todos. Pero la reforma de las instituciones internacionales no ha estado a la par con los cambios que se requieren para mejorar la gobernabilidad mundial. El resultado ha sido una pérdida de legitimidad profunda y una crisis en cuanto a su eficacia. La aparición del G-20 y los acuerdos que de ahí han surgido son pasos positivos, pero quedan todavía lejos de conformar un sistema de gobernabilidad global realmente democrático e inclusivo, y que debe incluir la reforma de la ONU.


En segundo lugar, hay que lograr instrumentos de fiscalidad internacional. La protección y promoción de los bienes públicos internacionales (cambio climático, investigación contra enfermedades de transmisión, lucha contra la pobreza, etcétera), requieren de fondos suficientes y predecibles para financiarlos. El establecimiento de figuras impositivas internacionales representa de mejor manera la búsqueda de soluciones globales a problemas de todos y debe ser un ámbito diferenciador para la socialdemocracia. El debate ha comenzado con los impuestos al carbono, a los bancos o a las transacciones financieras. Además, una nueva fiscalidad internacional debe llevar a la erradicación de los paraísos fiscales.


En tercer lugar, cuando las líneas divisorias entre países ricos y pobres se difuminan, también lo hacen las trayectorias de las migraciones humanas. Ya no es solo a los países de la OCDE donde emigran los trabajadores de los países pobres, sino que los flujos migratorios sur-sur se han vuelto casi tan importantes como los anteriores. Por eso, es necesario un acuerdo migratorio global, que considere a los emigrantes fundamentalmente como seres humanos protegidos por derechos elementales, al mismo tiempo que se aprovechan sus capacidades productivas en beneficio de todos.


Las tres propuestas mencionadas, junto a otras como el reforzamiento de la regulación de los mercados financieros, el establecimiento de un mínimo social global o un nuevo orden para el comercio internacional, deben constituir el eje de una agenda global socialdemócrata renovada, que muestre a los ciudadanos que dos décadas después, en la era de la globalización acelerada multipolar, existen aún diferencias entre las opciones de progreso y las conservadoras.


(*) Manuel de la Rocha Vázquez es coordinador del área de economía internacional de la Fundación Alternativas. Militante del PSOE y de la UGT desde 1972, tuvo como mentor político a Luis Gómez Llorente.