domingo, 16 de enero de 2011

Europa, ¿crisis y final? / Étienne Balibar *

1. La crisis no ha hecho más que comenzar.
En el transcurso de pocas semanas hemos visto revelarse la ocultación de la deuda griega con ayuda de Goldmann Sachs, el anuncio del Gobierno de Papandreu de la posibilidad de una falta de pago de los nuevos intereses de su deuda multiplicados brutalmente, la imposición a Grecia de un plan de austeridad salvaje en contrapartida del préstamo europeo; después la «rebaja de calificación» de España y Portugal, la amenaza del estallido del euro, la creación del fondo de socorro europeo de 750 .000 millones (a petición, sobre todo, de Estados Unidos), la decisión del Banco Central Europeo (en contra de sus estatutos) de rescatar deudas soberanas y la adopción de políticas de austeridad en una decena de países. 

Esto no es más que el principio, pues estos nuevos episodios de una crisis abierta hace dos años por el hundimiento del crédito inmobiliario estadounidense anuncian otros. Demuestran que el riesgo de crac persiste, o incluso se incrementa, alimentado por la existencia de una masa enorme de bonos «basura», acumulada durante el decenio precedente por el consumo a crédito, la titulización de las pólizas de seguro y la conversión de los credit default swaps en productos financieros objetos de especulación a corto plazo. La «mona» (1) de los créditos dudosos sigue circulando y los Estados corren tras ella. La especulación se dirije ahora a las monedas y a las deudas públicas. Sin embargo el euro constituye hoy el eslabón débil de esta cadena, y Europa con él. Las consecuencias serán devastadoras. 

2. Los griegos tienen razón para rebelarse.
Primer efecto de la crisis y del «remedio» que se le ha aplicado: la cólera de la población griega. ¿Se equivocan rechazando sus «responsabilidades»? ¿Tienen razón cuando denuncian un «castigo colectivo»? Independientemente de las provocaciones criminales que la han manchado, esta cólera se justifica por tres razones al menos. La imposición de la austeridad se ha acompañado de una estigmatización delirante del pueblo griego, considerado culpable de la corrupción y de las mentiras de su clase política que (como en otras partes) aprovechan ampliamente los más ricos (en particular mediante la evasión fiscal). Esta imposición ha pasado, una vez más (¿demasiadas veces ya?), por la revocación de los compromisos electorales del gobierno sin nigún debate democrático. 

Finalmente, se ha visto a Europa aplicar en su propio seno, no procesos de solidaridad, sino las reglas leoninas del Fondo Monetario Internacional, cuyo objetivo es proteger los créditos de los bancos, pero anuncian una recesión del país sin fin previsible. Los economistas están de acuerdo en pronosticar sobre estas bases una «falta» segura del Tesoro griego, un contagio de la crisis y una explosión de las tasas de paro, sobre todo si las mismas reglas se aplican a otros países virtualmente en quiebra según las «calificaciones» del mercado, como lo reclaman ruidosamente los partidarios de la «ortodoxia». 

3. La política que no dice su nombre.
En el «rescate» de la moneda común, con los griegos como primeras víctimas (pero no serán las últimas), las modalidades que prevalecen hasta hoy (impuestas sobre todo por Alemania) anteponen, prioritariamente, la generalización de la «austeridad» presupuestaria (inscrita en los tratados fundadores, pero nunca aplicada realmente), y secundariamente la necesidad de una «regulación» –muy moderada– de la especulación y de la libertad de los hedge funds (ya evocada tras la crisis de las subprimes y las quiebras bancarias de 2008). Los economistas neokeynesianos añaden a estas exigencias una más: avanzar hacia el «gobierno económico» europeo (especialmente la unificación de las políticas fiscales), incluso en cuanto a los planes de inversión elaborados en común. Pues sin estas medidas, afirman, el mantenimiento de una moneda única sería imposible. 

Éstas son, obviamente, propuestas íntegramente políticas (y no técnicas). Se inscriben en las alternativas que deberían debatir los ciudadanos, pues sus consecuencias serán irreversibles para la colectividad. Ahora bien, el debate está sesgado por la ocultación de tres datos esenciales :
- La defensa de una moneda y su utilización coyuntural (apoyo, desvalorización) conllevan o bien un sometimiento de las políticas económicas y sociales a la omnipotencia de los mercados financieros (con sus «calificaciones» que se autorrealizan y sus «veredictos» supuestamente inapelables), o bien un incremento de la capacidad de los Estados (y más generalmente de la potencia pública) a la hora de limitar su inestabilidad y privilegiar los intereses a largo plazo sobre los beneficios especulativos. Es una cosa o la otra.

- Bajo el pretexto de una armonización relativa de las instituciones y de una garantía de ciertos derechos fundamentales, la construcción europea en su forma actual, con las fuerzas que la orientan, ha favorecido sin cesar la divergencia de las economías nacionales que teóricamente debía paliar en el seno de una zona de prosperidad compartida: unos dominan, otros son dominados, ya sea en términos de porciones de mercado, ya sea en términos de concentración bancaria, ya sea tranformándolos en subcontratistas. Los intereses de las naciones se vuelven contradictorios aunque los pueblos no lo pretendan.

- El tercer pilar de una política keynesiana generadora de confianza, además de la moneda y de la fiscalidad, esto es la política social, la búsqueda del pleno empleo y la extensión de la demanda por el consumo popular se silencia sistemáticamente, incluso por parte de los reformistas. A propósito, sin duda. 

4. ¿A qué tiende la globalización?
¿Para qué, por cierto, reflexionar y debatir en torno al futuro de Europa o de su moneda (de la que varios grandes países se mantienen a distancia: Gran Bretaña, Polonia, Suecia), si no se toman en cuenta las tendencias reales de la globalización? La crisis financiera, si su gestión política permanece fuera de alcance de los pueblos y de los gobiernos concernidos, va a aportarles una formidable aceleración. ¿De qué se trata? 

En primer lugar, del paso de una forma de competencia a otra: de los capitales productivos a los territorios nacionales a los que cada uno, a golpe de exenciones fiscales y de disminución del valor del trabajo, trata de atraer más capitales flotantes que su vecino. Es evidente que el futuro político, social y cultural de Europa, y de cada país en particular, depende de la cuestión de saber si Europa constituye un mecanismo de solidaridad y de defensa colectiva de sus poblaciones contra el «riesgo sistémico», o al contrario (con el apoyo de ciertos Estados, momentáneamente dominantes, y de sus opiniones públicas) un marco jurídico para intensificar la competencia entre sus miembros y sus ciudadanos. 

Pero se trata también, más generalmente, de la manera en que la globalización está cambiando radicalmente la división del trabajo y la distribución de los empleos en el mundo: en esta reestructuración que invierte los papeles del Norte y de Sur, del Oeste y del Este, un nuevo incremento de las desigualdades y de las exclusiones en Europa, la reducción de las clases medias, la disminución de los empleos cualificados y de los servicios públicos universales, ya están por así decirlo programados.

Las resistencias a la integración política como pretexto de defensa de la soberanía nacional no pueden sino agravar las consecuencias para la mayor parte de las naciones y precipitar el retorno (muy avanzado ya hoy) de los antagonismos étnicos que Europa pretendía superar definitivamente. Pero inversamente, está claro que no habrá integración europea «por arriba», en virtud de un mandato burocrático, sin progreso democrático en cada país y en todo el continente. 

5. Nacionalismo, populismo, democracia: ¿dónde está el peligro?, ¿dónde el recurso?
¿Se trata del fin de la Unión Europea, esa construcción cuya historia comenzó hace 50 años sobre la base de una vieja utopía y cuyas promesas no se han cumplido? No tengamos miedo de decirlo: sí, insoslayablemente, a mayor o menor plazo y no sin algunas violentas sacudidas previsibles, Europa está muerta como proyecto político, a no ser que logre refundarse sobre nuevas bases. Su estallido entregaría aún más a los pueblos que hoy la componen a los azares de la globalización, como cadáveres flotando a la deriva. Su refundación no garantiza nada, pero le da algunas oportunidades de ejercer una fuerza geopolítica, para su beneficio y el de los demás, a condición de que se atreva a afrontar los inmensos desafíos de un federalismo de tipo nuevo.

Estos desafíos se llaman: potencia pública comunitaria (distinta a la vez de un Estado y de una simple «gobernanza» de los políticos y de los expertos), igualdad entre las naciones (contra los nacionalismos reactivos, tanto el del «fuerte» como el del «débil») y renovación de la democracia en el espacio europeo (contra la «des-democratización» actual, favorecida por el neoliberalismo y por «el estatismo sin Estado» de las administraciones europeas, colonizadas por la casta burocrática, que están también en buena parte en el origen de la corrupción pública). 

Habría sido necesario admitir esta evidencia desde hace mucho: no habrá avance hacia el federalismo que se nos reclama hoy y que es en efecto deseable, sin un avance de la democracia más allá de sus formas existentes, y especialmente una intensificación de la intervención popular en las instituciones supranacionales.

¿Esto quiere decir que para revertir el curso de la historia, sacudir los hábitos de una construcción sin aliento, hace falta ahora algo así como un populismo europeo, un movimiento convergente de las masas o una insurrección pacífica donde se expresen a la vez la cólera de las víctimas de la crisis contra aquéllos que sacan provecho de ella (e incluso la mantienen), y la exigencia de un control «por abajo» de las transacciones entre finanzas, mercados y política de los Estados? 

Sí, sin duda, pues no hay otro nombre para la politización del pueblo, pero a condición –si se quieren conjurar otras catástrofes– de que se instituyan serios controles constitucionales y que renazcan fuerzas políticas, a escala europea, que hagan prevalecer en el seno de este populismo «post-nacional» una cultura, un imaginario e ideales democráticos intransigentes. Hay un riesgo, pero es menor que el de lejar libre curso a los diversos nacionalismos. 

6. ¿La Izquierda en Europa? ¿Qué «izquierda»?
Este tipo de fuerzas constituyen lo que tradicionalmente, en este continente, se llamaba la Izquierda. Pero ésta también padece un estado de quiebra política: nacionalmente, internacionalmente. En el espacio que cuenta de ahora en adelante, atravesando las fronteras, ha perdido toda capacidad de representación de las luchas sociales o de la organización de los movimientos de emancipación, se ha unido mayoritariamente a los dogmas y a los razonamientos del neoliberalismo. 

De ahí que se haya desintegrado ideológicamente. Aquéllos que la encarnan no son más que los espectadores, y a falta de audiencia popular, los comentadores impotentes de una crisis a la que no proponen ninguna respuesta propia colectiva: nada tras el crac financiero de 2008, nada tras la aplicación a Grecia de las recetas del FMI (denunciadas sin embargo vigorosamente en otros lugares y otros tiempos), nada para «salvar al euro» de otro modo que sobre las espaldas de los trabajadores y consumidores, nada para reactivar el debate sobre la posibilidad y los objetivos de una Europa solidaria... 

¿Qué ocurrirá, en estas condiciones, cuando entremos en nuevas fases de la crisis, todavía por venir? ¿Cuando las políticas nacionales cada vez más securitarias se vacíen de su contenido (o de su excusa) "social"? Habrá movimientos de protesta, sin duda, pero aislados, desviados eventualmente hacia la violencia o recuperados por la xenofobia y el racismo ya galopantes, produciendo a fin de cuentas más impotencia y más desesperación. 

Y sin embargo la derecha capitalista, si no permanece inactiva, está dividida potencialmente en estrategias contradictorias: lo hemos visto a propósito de los déficits públicos y de los planes de reactivación, lo veremos todavía más cuando la existenica de las instituciones europeas se ponga en juego (como lo prefigura tal vez la evolución británica). Habrá entonces una ocasión que no dejar escapar, una brecha que abrir. 

Bosquejar y debatir sobre lo que podría ser, sobre lo que debería ser una política anticrisis a escala de Europa, definida democráticamente, caminando sobre sus dos piernas (el gobierno económico y la política social), capaz de eliminar la corrupción y de reducir las desigualdades que la mantienen, de reestructurar las deudas y de promover los objetivos comunes que justifiquen las transferencias entre naciones solidarias unas con otras, tal es en todo caso la función de los intelectuales progresistas europeos, ya quieran ser revolucionarios o reformistas. Y nada puede excusarles si no la cumplen. 

(1) Juego de cartas en el que se reparte un número impar de naipes con los que hay que formar parejas. Quien se queda al final con la carta impar pierde el juego.

(*) Líder y mayor exponente actual de la filosofía marxista francesa

¿Están a punto de desaparecer las humanidades de nuestras universidades? / Terry Eagleton *

¿Están a punto de desaparecer las humanidades de nuestras universidades? La pregunta es absurda. Sería como preguntar si está a punto de desaparecer el alcohol de los pubs, o la egolatría de Hollywood. Igual que no puede haber un pub sin alcohol, tampoco puede existir una universidad sin humanidades. Si la historia, la filosofía y demás se desvanecen de la vida académica, lo que dejarán tras de sí serán instituciones de formación técnica o institutos de investigación empresarial. Pero no será una universidad en el sentido clásico del término, y sería engañoso denominarla así.
 
Tampoco, empero, puede haber una universidad en el sentido pleno del término cuando las humanidades existen aisladamente de otras disciplinas. La manera más rápida de devaluar estas materias – aparte de deshacernos enteramente de ellas – estriba en reducirlas a un agradable complemento. Los hombres de verdad estudian Derecho e Ingeniería, mientras que las ideas y valores están para los mariquitas. 

Las humanidades deberían constituir el núcleo de cualquier universidad digna de ese nombre. El estudio de la historia y la filosofía, acompañado de cierto conocimiento del arte y la literatura, debería contar tanto para abogados e ingenieros como para quienes estudian en facultades de artes. Si las humanidades no se encuentran tan gravemente amenazadas en los Estados Unidos es, entre otras cosas, porque se contemplan como parte integral de la educación superior como tal.

Cuando surgieron en su actual configuración a finales del siglo XVIII, las llamadas disciplinas humanas tenían un papel social crucial, que consistía en nutrir y proteger la clase de valores para los que un orden social filisteo tenía poco de su precioso tiempo. Las humanidades modernas y el capitalismo industrial estuvieron más o menos emparejados al nacer. 

Para conservar un conjunto de valores e ideas asediados, hacían falta entre otras cosas instituciones conocidas como universidades, apartadas de algún modo de la vida social de todos los días. Ese apartamiento significaba que el estudio humano podía ser lamentablemente inútil. Pero permitía asimismo a las humanidades emprender la crítica del saber convencional.

De vez en cuando, como a finales de los años 60 y en estas últimas semanas en Gran Bretaña, esa crítica se lanza a la calle, y se dedica a confrontar cómo vivimos en realidad con como podríamos vivir.

De lo que hemos sido testigos en nuestro tiempo es de la muerte de las universidades como centros de crítica. Desde Margaret Thatcher, el papel de mundo académico ha consistido en servir al status quo, no en desafiarlo en nombre de la justicia, la tradición, la imaginación, el bienestar humano, el libre juego de la mente o las visiones alternativas de futuro. No cambiaremos esto simplemente con una mayor financiación de las humanidades por parte del Estado, por oposición a un recorte que las deje en nada. Lo cambiaremos insistiendo en que una reflexión crítica sobre los valores y principios debería ser central para cualquier cosa que acontezca en las universidades, y no sólo el estudio de Rembrandt o Rimbaud.

En última instancia, las humanidades sólo pueden defenderse poniendo de relieve cuán indispensables son; y esto significa insistir en su papel vital en el conjunto del aprendizaje académico, en lugar de protestar diciendo que, como a algún pariente pobre, cuesta poco alojarlas.

¿Cómo puede lograrse esto en la práctica? Financieramente hablando, no ha lugar. Los gobiernos están empeñados en reducir las humanidades, no en extenderlas.

¿Pudiera ser que invertir demasiado en enseñar a Shelley significase quedar rezagados respecto a nuestros competidores económicos? Pero no hay universidad sin indagación humana, lo que significa que las universidades y el capitalismo avanzado son fundamentalmente incompatibles. Y las implicaciones políticas que eso conlleva van bastante más allá de la cuestión de las tasas estudiantiles.

(*) Crítico literario y de la cultura, tras varios años de haber enseñado en Oxford -Wadham College, Linacre College y St. Catherine’s College)-, obtuvo la cátedra de Teoría Cultural de la Universidad de Mánchester