lunes, 20 de junio de 2011

Después de la acampada / Manuel Castells (*)

Los reprobables incidentes ante el Parlament de Catalunya, en cuyo desarrollo está por aclarar la posible provocación de policías infiltrados captados en vídeo, no pueden obviar el cuestionamiento que los indignados, con amplio apoyo social, han planteado a las instituciones políticas. Ahora parece que lo grave son las tribulaciones de los diputados y no el comportamiento de la clase política, origen de la indignación. Agresividad y violencia no sólo son actos condenables, sino también estúpidos, porque pueden deslegitimar una protesta y un debate de gran calado. Pero si hay un deseo sincero de dialogar con quienes se atreven a plantear en la calle lo que muchos piensan en su casa, hay que aislar a unos pocos energúmenos y tomar en serio un movimiento que es explícitamente no violento y que ha rechazado las agresiones. Empezando por investigar qué pasó exactamente frente al Parlament.

Tras las acampadas, el movimiento sigue bajo otras formas. Porque si entendemos que los procesos de transformación social empiezan por un cambio de mentalidad y por la pérdida del miedo, entonces los indignados del 15-M representan un cambio cualitativo en el empoderamiento de la ciudadanía en busca de una democracia real. No se trata de unos miles de jovencitas utópicas, sino de un amplio movimiento de opinión que simpatiza con sus ideas. En eso coinciden diversas encuestas.

Así, según la encuesta de Metroscopia publicada por El País, el 66% de los ciudadanos tienen simpatía por el 15-M, el 81% piensa que los indignados tienen razón y el 84% que tratan de los problemas que afectan directamente a los ciudadanos. El 51% piensa que los partidos representan sus propios intereses. El 70% no se siente representado por ningún partido y el 90% piensa que tienen que cambiar. Los votantes socialistas simpatizan con el movimiento en un 78%, pero también lo hace el 46% de los votantes del PP. La crítica va más allá de la frontera izquierda-derecha. Los indignados son apartidistas, no apolíticos. Es un movimiento político que buscar transformar las formas de representación y decisión. Porque, en medio de una crisis estructural que corroe la existencia cotidiana, la condición previa para cambiar de modelo es cambiar las formas de elaboración y gestión del modelo. Pero ¿qué proponen los ex acampados, ahora asamblearios? Hay que escuchar para entender, en lugar de proyectar ideas preconcebidas que no corresponden a lo que se está debatiendo en este movimiento. Y lo que observo es que lo fundamental es el proceso más que el producto. No son tanto las propuestas concretas como las formas de debate, decisión y acción que caracterizan este movimiento. Si hay un acuerdo central en un movimiento tan diverso, es que las personas se representan a sí mismas, que no hay organizaciones aparatadas, que no hay líderes. De ahí la importancia de las asambleas en barrios, pueblos y lugares de trabajo. La idea es que las asambleas canalicen las propuestas de la gente en su entorno cotidiano y se conecten con asambleas más visibles, como Sol o plaza Catalunya. De ahí también la importancia de las comisiones, creaciones espontáneas de todo tipo, que tratan mil cuestiones, desde la medicina natural hasta la reforma de la ley electoral.

Un sistema tan descentralizado y plural de deliberación y decisión se apoya para funcionar en dos condiciones clave. Por un lado, el respeto y la tolerancia. Hay fuertes discusiones en las asambleas, sobre todo cuando algunos, generalmente mayorcitos, intentan meter cuchara ideológica. O cuando surge el individualismo irreductible coherente con la premisa de no imposición de nadie a la libertad de cada una. Pero por regla general, el desacuerdo, incluso práctico, se da en la tolerancia del otro y es gestionado por equipos de facilitación que están aplicando una metodología de mediación que ya quisieran tener muchas empresas. Por otro lado, siempre están las redes de internet como estructura de apoyo y comunicación para informar, para debatir, para pedir solidaridad y auxilio en momentos duros. En suma: para no sentirse solas. Porque hay miedo en todo esto. Es un desafío radical, aunque no violento, al orden social, y hay conciencia de las consecuencias: desde los palos policiales hasta el rechazo en el mercado laboral. Y el miedo sólo se supera juntándose. En la red y en las plazas. Sabiendo que hay muchas personas semejantes y que juntas podemos, como repiten en el movimiento. La cuestión que se plantean es cómo incidir en las decisiones que afectan a todos. Rechazan hacerse partido porque piensan que es caer en la trampa de unas instituciones en que está todo atado y bien atado. De ahí la protesta mediática para llegar a la conciencia de la ciudadanía. Dificultar el ronroneo del sistema político, que continúa como si nada pasara, mediante sentadas, bloqueos, manifestaciones. Desobediencia civil activa no violenta. Frente al intento deliberado de incitar a la violencia para deslegitimar la protesta.

¿Adónde van? A otra sociedad, porque piensan que las instituciones están podridas y que la crisis no es tal, sino una estafa de los poderosos. Lo que venga saldrá de un debate que incluya al conjunto de los ciudadanos y del que surjan nuevas formas de vida y de política. Reivindican el derecho a equivocarse. Pero rechazan pagar las equivocaciones de los que mandan. Tienen tiempo. Quieren ir despacio porque van lejos. Y mientras luchan por decidir cómo decidir, viven la vida ya, en la alegría de sentirse libres, enredados en el proyecto de reinventar la vida, empezando por la suya, por la de cada una.

Por eso los políticos no pueden entender, ni siquiera los que simpatizan desde la vieja izquierda. Porque plantean las preguntas erróneas: ¿qué organización? ¿Qué programa? ¿Qué estrategia? Si no hay respuestas, vaticinan con la condescendencia de quienes renunciaron a sus sueños, desaparecerá el movimiento. Tal vez. Pero no sus ideas, no sus esperanzas, no las semillas rizomáticas de una nueva política sembradas hoy. Porque puede ser una última llamada de vida antes de precipitarnos en el torbellino de destrucción que nos arrastra.

(*) Manuel Castells es catedrático de Sociología y de Urbanismo en la Universidad de California, en Berkeley, así como director del Internet Interdisciplinary Institute en la Universitat Oberta de Catalunya.

El gobierno de los rentistas / Paul Krugman (*)

Los últimos datos económicos han acabado con cualquier esperanza de que termine pronto la sequía laboral de EE UU, que ya se ha prolongado tanto que el parado estadounidense medio lleva sin trabajar casi cuarenta semanas. Sin embargo, no hay voluntad política de hacer nada respecto a la situación. Lejos de estar dispuestos a gastar más en la creación de empleo, ambos partidos coinciden en que es hora de recortar drásticamente el gasto -destruyendo empleos de paso- y la única diferencia que hay entre ambos es en cuanto a la magnitud.

Tampoco la Reserva Federal acude al rescate. El martes, Ben Bernanke, el presidente de la Reserva, admitía lo sombrío del panorama económico, pero indicaba que no hará nada al respecto.

Y el alivio de la carga de la deuda de los propietarios de viviendas -que podría haber hecho mucho por fomentar la recuperación económica general- simplemente ha desaparecido del programa. El actual plan de alivio hipotecario ha sido un desastre y solo ha gastado una ínfima parte de los fondos asignados, pero no parece haber interés por renovarlo y reanudar el esfuerzo.

La situación es similar en Europa, pero podría decirse que aún peor. En concreto, la retórica del Banco Central Europeo, que defiende la moneda fuerte y se opone al alivio de la carga de la deuda, hace que Bernanke parezca en comparación William Jennings Bryan [secretario de Estado de EE UU de 1913 a 1916 y miembro del ala izquierdista del Partido Demórata].

¿Qué se oculta tras esta parálisis política transatlántica? Estoy cada vez más convencido de que es una respuesta a la presión de los grupos de interés. Conscientemente o no, los responsables políticos están casi exclusivamente al servicio de los intereses de los rentistas, esos que obtienen enormes ingresos de sus activos, que prestaron grandes sumas de dinero en el pasado, a menudo imprudentemente, pero que ahora están siendo protegidos de las pérdidas a costa de todos los demás.

Por supuesto, no es así como eso que yo llamo el Comité del Dolor expone sus argumentos. En lugar de eso, el razonamiento en contra de ayudar a los parados se enfoca en función de los riesgos económicos: si hacen algo por crear puestos de trabajo, los tipos de interés se dispararán, habrá un estallido de inflación descontrolada, y así sucesivamente. Pero estos riesgos siguen sin materializarse. Los tipos de interés siguen cerca de sus mínimos históricos, mientras que la inflación al margen del precio del petróleo -que viene determinado por los mercados y acontecimientos mundiales, no por la política estadounidense- sigue siendo baja.

Y frente a estos riesgos hipotéticos, uno debe poner la realidad de una economía que sigue profundamente deprimida, con un coste enorme tanto para los trabajadores de hoy como para el futuro de nuestro país. Después de todo, ¿cómo podemos esperar prosperar dentro de dos décadas cuando, en la práctica, a millones de jóvenes licenciados se les está negando la oportunidad de iniciar sus carreras profesionales?

Pidan una teoría coherente que respalde el abandono de los parados, y no recibirán ninguna respuesta. En lugar de eso, los miembros del Comité del Dolor parecen ir elaborándola sobre la marcha, inventando razones siempre diferentes para sus recetas políticas, que son siempre las mismas.

Pero mientras que los motivos aparentes para infligir dolor siguen cambiando, todas las recetas políticas del Comité del Dolor tienen una cosa en común: protegen los intereses de los acreedores, cueste lo que cueste. El gasto deficitario podría dar trabajo a los desempleados, pero podría perjudicar los intereses de los titulares de bonos. Unas medidas más agresivas por parte de la Reserva Federal podrían contribuir a sacarnos de esta depresión -de hecho, hasta los economistas republicanos han sostenido que un poco de inflación podría ser exactamente lo que ha prescrito el médico-, pero es la deflación, no la inflación, la que viene bien a los intereses de los acreedores. Y, cómo no, hay una oposición feroz a todo lo que huela a alivio de la carga de la deuda.

¿Quiénes son estos acreedores de los que hablo? No son los propietarios ni los empleados de las pequeñas empresas que ahorran y trabajan duro, aunque a los mandamases les interese fingir que la cuestión es proteger a la gente de a pie que respeta las normas. La realidad es que tanto a las pequeñas empresas como a los trabajadores les hace mucho más daño una economía débil que, por ejemplo, una inflación moderada que ayude a impulsar la recuperación.

No, los únicos beneficiarios reales de las políticas del Comité del Dolor (aparte del Gobierno chino) son los rentistas: banqueros e individuos adinerados con montones de bonos en sus carteras de inversiones.

Y eso explica por qué los intereses de los acreedores ocupan un lugar tan importante en la política; no es solo la clase social que hace grandes contribuciones a las campañas, sino también la clase que tiene acceso personal a los responsables políticos (muchos de los cuales pasan a trabajar para estas personas cuando salen del Gobierno por la puerta giratoria). El proceso de influencia no conlleva necesariamente una corrupción flagrante (aunque esta también se da). Todo lo que se necesita es la tendencia a dar por hecho que lo que es bueno para las personas con las que uno se relaciona, esas personas que causan tanta impresión en las reuniones -¡eh!, son ricas, son elegantes y tienen grandes sastres- tiene que ser bueno para la economía en su conjunto.

Pero la realidad es justo la contraria: las políticas beneficiosas para los acreedores están paralizando la economía. Este es un juego con un resultado final negativo, en el que el intento de proteger a los rentistas de cualquier posible pérdida está causando pérdidas mucho mayores a todos los demás. Y la única forma de conseguir una recuperación real es dejar de jugar a ese juego.


(*) Paul Krugman es profesor de Economía en Princeton y premio Nobel 2008