domingo, 3 de julio de 2011

El movimiento de los indignados / Jesús Casquete *

La ola de movilizaciones que arrancó el pasado 15 de mayo y que ha venido a ser conocida en la opinión pública como el «movimiento de los indignados» (MI en adelante) arroja toda una serie de interrogantes acerca de su naturaleza, protagonistas, modos de acción y momento de su visualización, aspectos todos ellos en los que merece la pena detenerse, siquiera de forma sumaria, como modo de acercarse a una cabal comprensión de un fenómeno poliédrico que ha convulsionado recientemente la vida política y social española.

Es posible abordar toda movilización colectiva sostenida en el tiempo con vocación de intervenir en el proceso de cambio social con la guía que ofrece el siguiente amasijo de preguntas: ¿quién participa en qué, cómo, cuándo y por qué? En estas cinco cuestiones descansaremos en lo que sigue para mejor comprender un movimiento que ha agitado las conciencias de una esfera pública, la española, adormecida por una profunda crisis económica y por un sistema de partidos bipolar incapaz (estructural o coyunturalmente, según la radicalidad de la crítica) de cumplir con una de las promesas de la democracia, a saber: la de ser capaz de transmitir a los canales resolutivos de la política a través de los canales de representación pertinentes las inquietudes y demandas de la ciudadanía. La escala de la movilización del MI (decenas de miles de personas congregadas en las plazas) y su carácter sostenido (en forma de acampadas durante un mes, aproximadamente) dan a entender que las movilizaciones responden a unas inquietudes presentes en amplios sectores de la ciudadanía, tal y como se desprende de estudios demoscópicos como el publicado por El País el pasado 5 de junio.

A continuación, consideraremos cada uno de los elementos del interrogante, no necesariamente en el orden enunciado.

La naturaleza del movimiento
 
 El MI representa una forma de autoorganización de lo social que, a través de la subpolítica (una movilización popular «desde abajo», ajena pues a las formas rutinarias de practicar la política en las democracias liberales avanzadas que tienen a los partidos políticos como protagonistas estelares), interviene en el proceso de cambio social a partir de la crítica al funcionamiento defectuoso de aspectos nodales del sistema social, como son la política y la economía. La crítica viene animada por una vocación universalista que aspira a conseguir bienes públicos, aquellos que son indivisibles y apuntan al bienestar de todo el mundo sin distinciones de clase, etnia, origen, género o edad.
 
En el primer plano de la movilización figura la crítica al subsistema político, señalado por el MI por defraudar la promesa según la cual la democracia es el sistema de organización de la comunidad política que pone al alcance de todo el mundo (potencial y normativamente) la posibilidad de intervenir en el proceso deliberativo y decisorio de aquellas cuestiones que afectan de forma sustantiva al todo social. Si la soberanía reside en la nación, entonces la aplicación del principio democrático exige —vendrían a decir las voces críticas— el engrasado de los canales de comunicación entre la política establecida y la ciudadanía. Cuando no es ese el caso, y unas elites toman decisiones que afectan al conjunto de la sociedad sin contar con la ciudadanía, más aún, a sus espaldas, entonces se bordea una crisis de legitimación del sistema, manifestada en una desafección creciente de los ciudadanos ante el sistema político y sus agentes principales, los partidos políticos.

Tras el MI late una pulsión por radi calizar intensivamente el principio democrático y mejorar los canales de participación en aquellos temas efectivamente recogidos en el abanico de intervenciones estatales de las democracias liberales. De acuerdo con los planteamientos del movimiento se trataría, entonces, de engrasar la maquinaria de una democracia aquejada de serios síntomas de esclerosis y así contribuir a que fuese algo más que un método para la administración procedimental del consenso, método que relega a los ciudadanos a la categoría de meros espectadores en los periodos comprendidos entre elecciones. Un modo de organización política que entiende la participación en la deliberación pública, la exigencia de publicidad y transparencia en los procedimientos y el ejercicio colectivo de controles sobre las autoridades como un conjunto de prácticas indisociablemente ligadas a una democracia merecedora de tal nombre. 

Como cantaba Billy Bragg con el movimiento alterglobalizador de trasfondo (el precedente más inmediato que deja sentir su impronta crítica en el MI), un sistema democrático exige que quien ejerza un poder político rinda cuentas a la ciudadanía (según reza su canción titulada NPWA, No Power without Accountability).

Esta línea de crítica a la democracia realmente existente no es, por lo demás, una especificidad del MI español. De una forma u otra, se trata de un tema latente en otros países occidentales. Alemania, por ejemplo, ha asistido recientemente a reconfiguraciones del mapa político y a la reconsideración de algunas políticas públicas centrales gracias, en parte al menos, a la intervención ciudadana indignada con la indiferencia con que la clase política ha venido dando la espalda a sus demandas. Así, tras más de medio siglo de hegemonía demócrata-cristiana, el partido de Los Verdes se ha hecho con el control del Estado federado más rico del país, Baden-Württemberg, catapultado por la ceguera de la CDU allí gobernante en comprender que el proyecto milmillonario de reestructuración de la estación de tren de Stuttgart chocaba con el sentir de una parte sustancial de la ciudadanía.

Los electores votaron en consecuencia y auparon al ya Volkspartei por vez primera a la jefatura de un Land, prefigurando un cambio que tiene visos de tener continuación en otros Länder, quién sabe si incluso a nivel federal.

Otra instancia relacionada con lo que algunos medios han etiquetado como la Dagegen-Demokratie («la democracia a la contra») ha sido la reciente marcha atrás del gobierno federal de Merkel de su plan para prorrogar el uso de centrales nucleares más allá del plazo acordado por el anterior gobierno de coalición entre socialdemócratas y verdes, presidido por Schröder. Sin duda el accidente nuclear en Fukushima ha intervenido en la decisión de la canciller alemana. No obstante, conviene ponderar en su justa medida el impacto que han tenido en la decisión las multitudinarias manifestaciones antinucleares que discurrieron en el país a finales del año 2010, en tanto que expresiones de una política de influencia e indicadores de un sentimiento antinuclear ampliamente arraigado en el país.

Junto al subsistema político, el económico es otro objeto predilecto de las críticas del MI. Las instancias políticas han perdido juego de cintura a la hora de lidiar con el control de esa metonimia de
las instancias económicas que se sustraen al control democrático que son los «mercados». Unos mercados desbocados que marcan políticas monetarias y fiscales a los Estados y cuyas irresponsabilidades (y aquí cabe traer a colación el rescate público de los bancos) son sufragadas por el Estado (haciendo bueno el eslogan de «socialismo para los ricos»), mientras que el común de los ciudadanos es arrojado a los pies del darwinismo social más descarnado («capitalismo para los pobres»).

Subsistema económico, por lo demás, cuya creciente desregulación relativa por parte del subsistema político, o en todo caso permisividad, ha conseguido ensanchar las diferencias sociales entre ricos y pobres cuando de repartir el fruto de la colaboración social se trata.

¿Por qué se movilizan? Los motivos tractores del MI, ya lo hemos mencionado, son, por un lado, la exigencia de una democracia que aproxime su práctica al horizonte normativo y, por otro lado, la exigencia de una mayor justicia social. La crisis económica ha hecho aflorar (porque no hemos de perder de vista que la exigencia de profundización democrática se agudiza cuando la economía hace aguas) las disfunciones del sistema político, traducido todo ello en un sentimiento generalizado de indignación. Este sentimiento ha sido colocado por periodistas y analistas, con razón, en el frontispicio de la protesta, hasta el extremo de servir para condensar el leitmotiv del movimiento.
A los movimientos sociales les anima, en primera instancia, un sentimiento de valencia negativa (el miedo, la rabia, la desesperación, la impotencia, etc.) desencadenado por las razones más variopintas:
la destrucción de las bases naturales de existencia, la desigualdad de género o la guerra, por mencionar las preocupaciones centrales de tres movimientos clave de la contemporaneidad como son el ecologista, el feminista o el pacifista. Mediante la política de calle y la movilización en la esfera pública, estos y otros movimientos aspiran a revertir esa emoción negativa en otra de polo opuesto, un sentimiento de valencia positiva que contribuya a poner punto final a la situación crítica y a mirar al futuro al trasluz de la esperanza.

En el caso que nos ocupa, la profunda crisis económica y su gestión por los partidos políticos que monopolizan los resortes institucionales del país, es decir, PSOE y PP han sido objeto de una desafección que ha cristalizado en la forma de MI. Quienes han ocupado la plaza durante semanas (el momento acampante) mediante esa forma de comunicación que es la protesta lo hacen para transmitir a la opinión pública (es decir, ad extra), pero también a sus participantes (ad intra), que es posible revertir el miedo en esperanza gracias al impulso ciudadano; que indisciplinar los espíritus, agitar las conciencias, sacar a la gente a la calle con la vocación de intervenir en el decurso de sus vidas e inducir de este modo al sistema político a adoptar profundas reformas que mejoren una democracia esclerotizada y un sistema económico injusto son objetivos alcanzables. Por decirlo con unafrase lapidaria: que si la calle no lo menea, esto no se mueve.

Repertorio de acción del MI

Cuando hablamos de repertorio de acción hacemos referencia a las formas de intervención subpolítica del movimiento. Sin duda las nuevas tecnologías de la comunicación y las redes sociales han servido de iniciadores y catalizadores de un descontento difuso pero generalizado entre la población. Su capacidad de llegar a gran cantidad de gente en un tiempo mínimo y a un costo cero ha multiplicado la capacidad de movilización de las redes latentes que, desde tiempo atrás, venían acumulando y canalizando energías de forma silenciosa (esto es, sin trascender a la opinión pública más amplia) pero perseverante.

Redes invisibles de carácter virtual que, por añadidura, multiplican el efecto movilizador de las redes convencionales: organizaciones de movimientos sociales ligadas al mundo de la cooperación, al movimiento alterglobalizador, a grupos libertarios y de izquierda, a ecologistas, a feministas, etc. Se ha subrayado en diferentes medio la analogía con las recientes movilizaciones en los países árabes a partir de dos aspectos: el uso de las redes sociales y la pulsión democrática que anima a ambas movilizaciones. Sin embargo, la analogía es más bien epidérmica, en la medida en que atiende únicamente a los mecanismos que catapultan la movilización de sectores variopintos de la sociedad. Hasta ahí, pero no mucho más allá, llegan los puntos en común: en dichos países la población ha salido a la calle exigiendo democracia, mientras que entre nosotros la demanda ha sido la de una mejor democracia. La diferencia es tan sustancial como para tomar con cautela la comparación y no confundir morfología con sustancia.

Las acampadas que han tenido lugar durante varias semanas en las plazas más emblemáticas del territorio español, sobre todo la Puerta del Sol en Madrid por la escala de la movilización y por su elevado valor simbólico (kilómetro cero de España, campanadas de inicio de nuevo año que marcan el cambio de ciclo anual, esto es, un nuevo tiempo), han atraído la atención de los medios de comunicación y de la opinión pública gracias a acciones masivas y a que se salen del guión del repertorio de acción habitual para canalizar la protesta de movimientos sociales alternativos y contestatarios, repertorio que tiene a las manifestaciones como forma por excelencia de intervenir en el proceso de cambio social. El hecho de que se tratase de asentamientos (estáticos, por lo tanto) ayuda a explicar la ausencia de actos violentos por parte de los congregados, frente a las manifestaciones, en movimiento y susceptibles de ser reventadas por agentes provocadores de naturaleza diversa, desde grupos violentos diversos hasta agentes  del orden infiltrados.

Otra razón adicional que explica el discurrir pacífico de las acampadas de los meses de mayo y junio apunta al proceso de aprendizaje social de otras movilizaciones precedentes que vieron cómo se erosionaba la simpatía de que gozaban entre la opinión pública por la intervención de elementos violentos, por muy minoritarios que fuesen. Nos referimos, obviamente, a las protestas escenificadas por el movimiento alterglobalizador desde Seattle en 1999 hasta Praga, Génova o Barcelona en años siguientes.

Otra variable relacionada con el modo del MI de transmitir sus demandas tiene que ver con la ausencia deliberada de símbolos entre los concentrados. Los símbolos políticos son siempre marcadores de fronteras: aglutinan y fomentan lazos de solidaridad entre sus portadores, al tiempo que trazan las líneas para con «ellos». Si las acampadas sobrevivieron durante semanas con propuestas tan abstractas como «democracia real ya» y otras ligadas a la justicia social en su sentido amplio, ello se debió, en gran medida, a esta proscripción informal, pero efectiva, de elementos simbólicos.

Los protagonistas de la ola de protesta

La interrogante acerca de los protagonistas del descontento apunta de forma inequívoca a una presencia sustancial de ese sector social que se ha denominado el precariado, esto es, sectores de la población que, o bien no están efectivamente mercantilizados y permanecen en los márgenes del mercado laboral, o bien están deficientemente mercantilizados en trabajos mal remunerados y en malas condiciones. Suelen ser jóvenes, muchos con un alto nivel cognitivo y formación superior; en algunos casos su cualificación iguala a la de sus padres, en otros muchos la mejora. A todos les aqueja un sentimiento de privación relativa, y sufren por el hecho de que difícilmente mejorarán el estatus social de sus progenitores aun cuando cuenten con mejores cartas de presentación.

Jóvenes, decíamos, pero no exclusivamente. Entre quienes han tapado las plazas españolas figuraban asimismo padres y abuelos que asisten atónitos al hecho de que sus hijos y nietos afronten un futuro lleno de sombras, y contemplan que, en demasiados casos, el esfuerzo formativo de sus vástagos no se va a traducir en un proyecto de futuro digno. Ha sido frecuente en los medios de comunicación trazar una comparación entre el MI y el mayo del 68 parisino a partir de algunas analogías como son el perfil joven y contestatario de sus protagonistas o la creatividad social materializada en eslóganes ingeniosos capaces de condensar en un puñado de términos sentimientos como la indignación («No hay pan para tanto chorizo») y su reverso, la esperanza («Yes, we camp», en referencia velada al «Yes, we can» de la campaña que aupó a Obama a la presidencia de los Estados Unidos).

Sin embargo, la diferencia entre ambas olas movilizatorias es considerable cuando reparamos en la disposición de unos y otros ante el futuro: los estudiantes soixante-huitards pertenecían a los sectores más privilegiados de la sociedad francesa y tenían (como el tiempo se encargó de corroborar) todo el futuro por delante para erigirse en las elites del país en las esferas política, económica, social y cultural, mientras que, por el contrario, el sentimiento tractor de los jóvenes del MI es la desesperanza ante el presente y sus pobres expectativas de futuro.

El cuándo de la movilización
 
El momento escogido por el MI para saltar a la visibilidad pública no podía haber sido más oportuno desde un punto de vista instrumental. El movimiento del 15 de mayo, como también se conoce al movimiento tomando como referencia la jornada en que saltó a la opinión pública en Madrid, inició su ola de movilización justo una semana antes de la celebración de la jornada electoral en la que se habían de renovar las alcaldías, los gobiernos regionales de varias autonomías y las diputaciones forales del País Vasco.

Las campañas electorales constituyen el momento por antonomasia en los sistemas democráticos en el que los partidos políticos lubrican los canales de comunicación con la ciudadanía con el objeto de presentarles sus programas de gobier- no. Es también uno de los escasos momentos en que la comunicación fluye también en la otra dirección, es decir, cuando los partidos prestan especial atención a las inquietudes ciudadanas, voto mediante. Las elecciones ofrecen, en este sentido, una estructura de oportunidad política abierta.

Una semana fue el periodo en el que el movimiento copó la atención de los medios de comunicación, in crescendo según se acercaba la fecha de los comicios. Las semanas subsiguientes lo que había emergido como algo novedoso se convirtió en rutinario, la sociedad y la opinión pública se acostumbraron a la protesta, declinó la asistencia a las concentraciones y los medios perdieron interés de forma paulatina, sin que resulte del todo sencillo trazar causa y efecto en este desvanecimiento del protagonismo.

Los días inmediatamente precedentes a la jornada electoral marcaron el punto álgido, en términos de escala de las movilizaciones (medido en asistentes a las plazas) y de impacto en la opinión pública, hasta poner punto final al cabo de un mes, aproximadamente, a la forma emblemática de la protesta: las acampadas en las plazas de las capitales de numerosas provincias españolas.

Atisbando el futuro

Los movimientos sociales emancipatorios desempeñan una serie de funciones positivas para el orden político y social. Dichas funciones se cifran en cinco:

• Hacer las veces de sensores de problemas y riesgos en tanto que expresión de inquietudes sociales alrededor de aspectos no tomados en consideración, a menudo ni siquiera percibidos por los canales encargados de actuar de correa de transmisión y de elevar las demandas ciudadanas a los canales resolutivos de la política.

• Erigirse en representantes de grupos discriminados, o en representantes de intereses de ciertos grupos no necesariamente discriminados, e incluso a veces privilegiados (como fue el caso de la preocupación por el medio ambiente en sus inicios, especialmente arraigada entre sectores de la nueva clase media)

• Controlar y ofrecer además un contrapoder crítico frente a las fuerzas sociales y políticas establecidas y al complejo de autoridades, contrapoder que puede activarse; por ejemplo, cuando existe una asimetría manifiesta entre la voluntad de la ciudadanía y la plasmación de dicha voluntad a través de las agencias comisionadas de intermediación e implementación de intereses y valores en las sociedades modernas.

• Proponer alternativas, abriendo a menudo vías innovadoras de afrontar los problemas que preocupan a una sociedad.

• Ofrecer un campo de aprendizaje de prácticas democráticas en la medida en que sus participantes interiorizan valores como el respeto al adversario, el diálogo y la tolerancia como mecanismos para alcanzar compromisos con el resto o la búsqueda del bien común. Escasas semanas después de su aparición, el movimiento de los indignados se ha revelado como un elemento oxigenante de la democracia española. Mediante su política de calle, ha conseguido poner en el primer plano de la discusión pública una serie de aspectos relegados por los principales actores de los sistemas democráticos, los partidos políticos. Ha ejercido influencia en la opinión pública y en las autoridades, según una estrategia dualista y complementaria propia de muchos movimientos sociales. Pero aún no ha conseguido perfilar una batería de medidas concretas que ayuden a encauzar esa indignación, a refinar el funcionamiento de la democracia y a alcanzar una mayor justicia social. Ahí precisamente estriba en estos momentos el principal desafío de, este sí, su futuro.

(*) Jesús Casquete Badallo es profesor de Historia del Pensamiento y Sistemática de los Movimientos Políticos y Sociales en la UPV. Autor de El poder de la calle. Ensayos sobre acción colectiva.