lunes, 3 de octubre de 2011

Es hora de repensar la democracia / J. Büchner

El 21 de noviembre nos despertaremos, una vez más, después de una noche de simulacro democrático.

El resultado superficial de las elecciones ya lo conocemos hoy con bastante exactitud: la derecha subirá ligeramente en su número de votos, pero el centro-izquierda se desmoronará, perdiendo entre dos y tres millones de votos que se quedarán mayoritariamente en casa. Mientras tanto, la izquierda "alternativa" arañará unos pocos cientos de miles de votos, lo que servirá de coartada para la supervivencia de sus pequeñas élites dirigentes.

El resultado de fondo no es menos desconocido: el bipartito seguirá copando las cúpulas del poder institucional, es decir, del Ejecutivo, del Legislativo, del Judicial, del Tribunal Constitucional, así como de la inmensa mayoría de los demás cargos políticos y puestos de designación política.

Mientras tanto, la población será de nuevo invitada a que vuelva a su papel constitucionalmente previsto de convidado de piedra en este simulacro de democracia, hasta que dentro de cuatro años sea consultada de nuevo sobre si prefiere que siga el Real Madrid o el Barça... quiero decir, el PP o el PSOE.

Claro está que este juego es preferible a la dictadura que hubo que sufrir anteriormente y claro está que, con variaciones, éste es el juego que se practica en la mayoría de las denominadas "democracias representativas".

Sin embargo, después de haber repetido este juego ya bastantes veces, creo que debemos alcanzar la madurez suficiente para decir ¡basta! Este sentimiento de hartazgo late detrás de mucho del 15M. Es la sensación compartida de que el bipartito no nos representa y el deseo de una mayor participación política.

La izquierda política e intelectual debería dejar de rasgarse las vestiduras por su permanente derrota, buscando las causas de la misma en cuestiones accesorias que "pervierten" el sistema electoral y clamando por soluciones adjetivas que lo mejorarían (proporcionalidad, listas abiertas, primarias…).

También debería dejar de buscar el cáliz de la salvación en herramientas de democracia directa (referenda, recall, iniciativa legislativa popular, etc.) que sabemos, por experiencia ajena, que no mejorarán sustancialmente el autogobierno.

La izquierda, si se considera auténticamente democrática, debería reflexionar en profundidad y cuestionar la clave de bóveda del sistema: la elección.

Desde Aristóteles a Rousseau, los filósofos políticos han sabido que la elección sólo sirve para seleccionar a los "distinguidos", a los que se distinguen, por su riqueza, belleza, poder, influencia, organización, de los demás. La elección sirve para seleccionar élites preexistentes, que, por su esencia, no forman parte del común de las gentes.

La distinción es contraria a la igualdad y, por tanto, intrínsicamente incompatible con la esencia igualitaria de la democracia, del poder del pueblo, del autogobierno del pueblo.
La izquierda radicalmente democrática debe mirar de frente a este problema y dejar de ocuparse y confundirse en cuestiones accesorias.

Debemos buscar e imaginar herramientas políticas que se fundamenten radicalmente en la igualdad política de los ciudadanos y que sean impermeables a los intentos de colonización por parte de los poderes fácticos.

Los atenienses clásicos comprendieron bien que el sorteo reconoce a todos los ciudadanos como iguales para participar en el autogobierno del pueblo. Es hora de que nos quitemos las orejeras y de que nos sacudamos el yugo de las élites, al menos, en el terreno institucional.

Es hora de que concentremos nuestra imaginación en confrontar la esencia del problema del autogobierno democrático y centremos nuestro potencial creativo en desarrollar instituciones políticas fundadas en el sorteo y que dejemos de engañarnos una y otra vez con los espejismos y sombras lanzadas por el sistema electivo.

Las miles de personas que han despertado a la realidad política en los últimos meses son la base social para un nuevo discurso político y democrático que se antoja cada vez más necesario. La izquierda no debería desaprovechar esta oportunidad.

¿Deslegitimación del régimen? / Juan-Ramón Capella *

No es inoportuno preguntarse si el régimen actual, pese a reconocer libertades políticas y garantías individuales, está perdiendo su legitimación, si se entiende por esto su aceptación por la población gobernada. (Este es el único uso de 'legitimación' en este trabajo; el concepto se refiere a la capacidad del poder para obtener obediencia.)

En las libertades políticas y garantías individuales está el reducto último de la legitimación del régimen político actual. Esto parece intangible en cualquier circunstancia para la población española.

Otros aspectos del sistema constitucional de 1978, en cambio, resultan mucho más dudosos.

No está de más establecer su listado:
Los derechos sociales reconocidos constitucionalmente han sido sacrificados por el tratado de Maastricht primero y ahora por la precarización o liquidación de todos ellos.

Liquidación del derecho al trabajo, con un sistema político-social que parece carecer de instrumentos para limitar el paro o subsidiar a los parados; por la precarización del trabajo mismo, sometido en la práctica al despido libre y a la llamada eufemísticamente temporalidad; por el recorte generalizado de los salarios y de beneficios colectivos como la educación y la sanidad, con el sometimiento de las clases trabajadoras a una acumulación forzosa en beneficio del empresariado; por la volatilización del derecho a la vivienda en un país que tiene millares de viviendas vacías.

Las perspectivas vitales de las generaciones de trabajadores empleados se han recortado, y las generaciones jóvenes ni siquiera las tienen. El estado redistributivo al que se dio el apologético nombre de "estado del bienestar" ya no existe: ha sido sustituido por esta cosa.

La protesta en las plazas muestra que este asunto es hoy uno de los centros de la deslegitimación del sistema.

Otra fuente de deslegitimación, hasta ahora menor, está en el auge del secesionismo: los nacionalismos secesionistas van cobrando fuerza social al amparo de las concesiones a sus partidos afines, realizadas por quienes no cuentan con mayorías parlamentarias en el gobierno del estado. Y en cierto modo, también, ese auge navega gracias al olvido, por una parte substancial de la ciudadanía, de los valores cívicos y republicanos por los que se luchó y se lucha trabajosamente en este país desde 1808.

Una tercera fuente de deslegitimación está en el hermetismo y la corrupción del aparato representativo mismo. El hermetismo procede de la decisión, en la transición, de convertir a unos pocos partidos políticos rígidos en instrumento exclusivo de la formación de la voluntad del estado; en cuanto a la corrupción, el amiguismo y la utilización parcial del poder, unos partidos son más culpables que otros, pero todos participan de los privilegios opacos y del sistema de ayudas mutuas, favores recíprocos e interesadas cegueras que permiten a la casta de los políticos de palacio vivir del privilegio.

Otro factor de deslegitimación del régimen procede de los pactos de la transición, alcanzados con la espada militar pendiente sobre los padres de la patria, pactos que impidieron una asamblea constituyente en plena libertad e introdujeron en el régimen parlamentario elementos procedentes de la dictadura.

Un último factor de deslegitimación viene dado por la sumisión a la Otan y la participación en guerras en que no se le ha perdido nada a la población de España, cuyos costes en vidas y en dineros carecen de justificación ya que no añaden nada a la seguridad de los ciudadanos y sí añaden, y mucho, a su inseguridad.

En definitiva, el régimen aparece cada día más como gestor de un estado desplumado que se somete una y otra vez a los intereses de las grandes empresas y conglomerados financieros, y que además les sirve de instrumento.
*  *  *
Más allá de las coyunturas, ésta es una situación peligrosa.

No hay duda de que en la ciudadanía hay aún fuerza suficiente para defender los derechos políticos y las libertades individuales, por mucho que se puedan poner en cuestión su capacidad y su inteligencia colectiva para impedir el expolio de sus derechos sociales. La reacción de la ciudadanía ante la ignominiosa participación del estado español en la guerra de Irak, ante las mentiras del gobierno de turno en los atentados ferroviarios de Madrid, así como las muestras de indignación de los jóvenes y no tan jóvenes tomando la calle ante los recortes sociales, muestran esa capacidad y esa fuerza.

Pero hay varios fenómenos que van en sentido contrario, con cierta energía:
Uno es la utilización, más o menos solapada, de la xenofobia como arma política. Le ha dado alas la crisis económica, pero estaba presente ya antes. El odio clasista al proletariado inmigrado se une al odio cultural racista. Y se encuentran elementos de este cóctel explosivo no sólo en los partidos de la derecha pura y dura sino también en sectores que se presentan políticamente como pluralistas. Todo ello sin que los de abajo muestren un interés consistente en asociar a los trabajadores inmigrados a la vida política colectiva.

El otro fenómeno es la creciente intervención política de la iglesia católica española en formas arreligiosas y populistas. Ésta es una tendencia de largo alcance, muy anterior a la crisis, de diseño claramente antipluralista y que se presenta como combate contra el relativismo, esto es, contra quienes no comparten unos "valores" que son la manifestación actual de la España negra.

Y el último fenómeno: la desorientada respuesta política formal de la ciudadanía a la crisis, que a no dudarlo se va a manifestar próximamente.

Dicho en pocas palabras: estamos en riesgo de asistir en los próximos meses a un auténtico choque de trenes. La España de los "tres tercios" que pusieron de moda los sociólogos hace unos años se transforma cada día más en dos Españas: la de los de arriba y la de los de abajo.
*  *  *
Por eso es peligrosa la situación: porque la deslegitimación del sistema y, sin embargo, su fuerza para chocar contra los intereses, las demandas y las necesidades de la población puede dar lugar a intentos de bonapartismo, a situaciones de auge del cesarismo.

El cesarismo, o bonapartismo, es el nombre que se da cuando alguien —una gran coalición, por ejemplo, o una personalidad fuerte— se presenta como salvador de la patria e impone "soluciones" políticas a su arbitrio ante una situación calificada de catastrófica.

Un cesarismo pondría entre paréntesis, y además adelgazaría —como ha dejado en los huesos los derechos sociales— los propios derechos y libertades políticas. Que ya están disminuidos por las prácticas de control de poblaciones puestas en marcha tras el atentado de las torres neoyorquinas (atentado nada investigado, por cierto: sólo publicitado, sin intervención de ningún tribunal con garantías).

Si este análisis contiene elementos substanciales de verdad, su consecuencia práctica tendría que consistir en esfuerzos estratégicos de confluencia real de todos los grupos y capas de la población consecuentemente democráticos por introducir regulaciones que frenen los impulsos estructurales, de fondo, hacia formas de dictadura no menos reales por inicialmente sutiles.

Hoy la gran coalición no está en el orden del día. Pero puede llegar a estarlo si, como es de prever, el gobierno que salga de las urnas en noviembre de 2011 es incapaz de encontrar una vía de superación de la crisis económica aceptable para la población. La vía de salida está obstruida por el verdadero soberano mundial: una economía especulativa que encuentra en la crisis la posibilidad de desembarazarse de toda regulación y de imponer a los trabajadores, con las políticas neoliberales, una tasa de explotación superior.

La izquierda social —o, por mejor decirlo, los de abajo— debe o deben buscar formas de expresión política. Abandonar la omfaloscopia política instalada en lo que se autodenomina "izquierda" y buscar formas e instituciones nuevas, grandes y pequeñas, de intervención sobre los poderes, de apertura de nuevos caminos; además, y sobre todo, de solidaridad civil.

En esta época de globalización es obligado revisitar el internacionalismo. Los problemas económicos y ecológicos son globales. La acción local es imprescindible pero no basta, y es preciso saberlo: el autoengaño y las falsas ilusiones del movimiento emancipatorio del pasado no se deben reproducir en el movimiento del presente.


(*) Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Barcelona

El viaje mortal de la eurozona / Paul Krugman (*)

¿Es posible estar aterrorizado y aburrido al mismo tiempo? Así es como me siento respecto a las negociaciones que están teniendo lugar ahora sobre la forma de responder a la crisis económica de Europa, y sospecho que otros observadores comparten este sentimiento.


Las élites políticas de la UE no cuestionan el dogma de la moneda fuerte y la austeridad.

Por una parte, la situación de Europa es realmente, realmente, alarmante: con países que representan un tercio de la economía de la zona euro sometidos ahora a un ataque especulativo, la existencia misma de la moneda única se ve amenazada; y un fracaso del euro podría causar un daño enorme al mundo.

Por otro lado, los responsables políticos europeos parecen dispuestos a ofrecer más de lo mismo. Probablemente encontrarán un modo de proporcionar más crédito a los países en apuros, que puede que escapen al desastre inminente, o no. Pero no parecen nada dispuestos a admitir un hecho crucial; concretamente, que sin políticas fiscales y monetarias más expansivas en las economías más fuertes de Europa, todos sus intentos de rescate fracasarán.

Esta es la historia hasta la fecha: la introducción del euro en 1999 provocó un enorme incremento de los préstamos a las economías periféricas de Europa, porque los inversores creían (erróneamente) que la moneda compartida hacía que la deuda griega o española fuese igual de segura que la alemana. Contrariamente a lo que se suele oír, este incremento de los préstamos no sirvió en su mayoría para financiar los derroches en el gasto gubernamental; de hecho, España e Irlanda registraban superávits presupuestarios justo antes de la crisis y tenían un grado de endeudamiento bajo. En vez de eso, las entradas de dinero sirvieron principalmente para alimentar un crecimiento enorme del gasto privado, especialmente en vivienda.

Pero cuando el boom de los préstamos terminó de golpe, la consecuencia fue una crisis económica y fiscal. Las recesiones salvajes provocaron un descenso de la recaudación fiscal, lo que esquilmó los presupuestos, llevándolos a números rojos; mientras tanto, el coste de los rescates bancarios condujo a un aumento repentino de la deuda pública. Y una de las consecuencias fue el derrumbamiento de la confianza de los inversores en los bonos de los países periféricos.

¿Y ahora, qué? La respuesta de Europa ha sido exigir una estricta austeridad fiscal, especialmente unos recortes drásticos en el gasto público, por parte de unos deudores con problemas, ofreciendo, por otro lado, una financiación provisional hasta que se recupere la confianza de los inversores privados. ¿Puede funcionar esta estrategia?

No para Grecia, que realmente cometió derroches fiscales durante los años de vacas gordas y debe más de lo que es factible que pueda devolver. Probablemente no para Irlanda y Portugal, que por motivos diferentes tienen también unas pesadas cargas de deuda. Pero con un entorno externo favorable -concretamente, una economía europea en general fuerte, con una inflación moderada- es posible que España, que incluso ahora tiene una deuda relativamente baja, e Italia, que tiene un alto nivel de deuda, pero unos déficits sorprendentemente bajos, puedan salir adelante.

Desgraciadamente, los responsables políticos europeos parecen decididos a negar a esos deudores el entorno que necesitan.

Mírenlo de esta forma: la demanda privada en los países deudores se ha desplomado con el final del boom financiado por la deuda. Mientras tanto, el gasto del sector público también se está reduciendo drásticamente a causa de los programas de austeridad. Así que, ¿de dónde se supone que van a llegar el empleo y el crecimiento? La respuesta tiene que estar en las exportaciones, principalmente a otros países europeos.

Pero las exportaciones no pueden crecer mucho si los países acreedores también ponen en práctica políticas de austeridad, lo cual es bastante posible que lleve a Europa en su conjunto a una nueva recesión.

Además, los países deudores tienen que rebajar los precios y los costes respecto a los países acreedores como Alemania, lo cual no sería demasiado difícil si Alemania tuviese una inflación del 3% o del 4%, lo que permitiría a los deudores ganar terreno simplemente teniendo una inflación baja o nula. Pero el Banco Central Europeo tiene un sesgo deflacionista; cometió un terrible error subiendo los tipos de interés en 2008 justo cuando la crisis financiera cobraba fuerza y ha demostrado que no ha aprendido nada al repetir ese error este año.

En consecuencia, el mercado prevé ahora una inflación muy baja en Alemania -alrededor del 1% durante los próximos cinco años-, lo que conlleva una deflación considerable en los países deudores. Esto agravará sus crisis y aumentará la carga real de sus deudas, prácticamente garantizando el fracaso de todos los esfuerzos de rescate.

Y no veo el más mínimo indicio de que las élites políticas europeas estén dispuestas a replantearse su dogma de la moneda fuerte y la austeridad.

Puede que una parte del problema sea que esas élites políticas tienen una memoria histórica selectiva. Les encanta hablar de la inflación alemana de principios de los años veinte (una historia que resulta que no tiene nada que ver con nuestra situación actual). Pero casi nunca hablan de un ejemplo mucho más pertinente: las políticas de Heinrich Bruening, el canciller de Alemania entre 1930 y 1932, cuya insistencia en equilibrar los presupuestos y mantener el patrón oro hizo que la Gran Depresión fuese aún peor en Alemania que en el resto de Europa (y sentó las bases de lo que ustedes ya saben).

Bueno, yo no espero que algo tan terrible ocurra en la Europa del siglo XXI. Pero hay una distancia muy grande entre lo que el euro necesita para sobrevivir y lo que los dirigentes europeos están dispuestos a hacer o, incluso, a considerar. Y dada esa distancia, es difícil encontrar motivos para el optimismo.

(*) Paul Krugman es profesor de Economía en Princeton y fue premio Nobel en 2008

El nuevo "sistema-mundo" / Ignacio Ramonet

Cuando se acaban de cumplir diez años desde los atentados del 11 de septiembre y tres años desde la quiebra del banco Lehman Brothers ¿cuáles son las características del nuevo “sistema-mundo”?

La norma actual son los seísmos. Seísmos climáticos, seísmos financieros y bursátiles, seísmos energéticos y alimentarios, seísmos comunicacionales y tecnológicos, seísmos sociales, seísmos geopolíticos como los que causan las insurrecciones de la “Primavera árabe”...

Hay una falta de visibilidad general. Acontecimientos imprevistos irrumpen con fuerza sin que nadie, o casi nadie, los vea venir. Si gobernar es prever, vivimos una evidente crisis de gobernanza. Los dirigentes actuales no consiguen prever nada. La política se revela impotente. El Estado que protegía a los ciudadanos ha dejado de existir. Hay una crisis de la democracia representativa: “No nos representan”, dicen con razón los “indignados”. La gente constata el derrumbe de la autoridad política y reclama que ésta vuelva a asumir su rol conductor de la sociedad por ser la única que dispone de la legitimidad democrática. Se insiste en la necesidad de que el poder político le ponga coto al poder económico y financiero. Otra constatación: una carencia de liderazgo político a escala internacional. Los líderes actuales no están a la altura de los desafios.

Los países ricos (América del Norte, Europa y Japón) padecen el mayor terremoto económico-financiero desde la crisis de 1929. Por primera vez, la Unión Europea ve amenazada su cohesión y su existencia. Y el riesgo de una gran recesión económica debilita el liderazgo internacional de Norteamérica, amenazado además por el surgimiento de nuevos polos de poderío (China, la India, Brasil) a escala internacional.  

En un discurso reciente, el Presidente de Estados Unidos anunció que daba por terminadas “las guerras del 11 de septiembre”, o sea las de Irak, de Afganistán y contra el “terrorismo internacional” que marcaron militarmente esta década. Barack Obama recordó que “cinco millones de Americanos han vestido el uniforme en el curso de los últimos diez años”. A pesar de lo cual no resulta evidente que Washington haya salido vencedor de esos conflictos. Las “guerras del 11 de septiembre” le costaron al presupuesto estadounidense entre 1 billón (un millón de millones)  y 2,5 billones de dólares. Carga financiera astronómica que ha tenido repercusiones en el endeudamiento de Estados Unidos y, en consecuencia, en la degradación de su situación económica.

Esas guerras han resultado pírricas. En cierta medida, finalmente, Al Qaeda se ha comportado con Washington de igual modo que Reagan lo hizo con respecto a Moscú cuando, en los años 1980, le impuso a la URSS una extenuante carrera armamentística que acabó agotando al imperio soviético y provocando su implosión. El “desclasamiento estratégico” de Estados Unidos ha empezado.

En la diplomacia internacional, la década ha confirmado la emergencia de nuevos actores y de nuevos polos de poder sobre todo en Asia y en América Latina. El mundo se “desoccidentaliza” y es cada vez más multipolar. Destaca el rol de China que aparece, en principio, como la gran potencia en ciernes del siglo XXI. Aunque la estabilidad del Imperio del Medio no está garantizada pues coexisten en su seno el capitalismo más salvaje y el comunismo más autoritario. La tensión entre esas dos fuerzas causarà, tarde o temprano, una fractura. Pero, por el momento, mientras declina el poderío de Estados Unidos, el ascenso de China se confirma. Ya es la segunda potencia economica del mundo (por delante de Japón y Alemania). Además, por la parte importante de la deuda estadouninese que posee, Pekín tiene en sus manos el destino del dólar...

El grupo de Estados gigantes reunidos en el BRICS (Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica) ya no obedece automáticamente a las consignas de las grandes potencias tradicionales occidentales (Estados Unidos, Reino Unido, Francia) aunque éstas se sigan autodesignando como “comunidad internacional”. Los BRICS lo han demostrado recientemente en las crisis de Libia y de Siria oponiéndose a las decisiones de las potencias de la OTAN y en el seno de la ONU.

Decimos que hay crisis cuando, en cualquier sector, algún mecanismo deja de pronto de funcionar, empieza a ceder y acaba por romperse. Esa ruptura impide que el conjunto de la maquinaria siga funcionando. Es lo que está ocurriendo en la economía desde que estalló la crisis de las sub-primes en 2007. 

Las repercusiones sociales del cataclismo económico son de una brutalidad inédita: 23 millones de parados en la Unión Europea y más de 80 millones de pobres… Los jóvenes aparecen como las víctimas principales. Por eso, de Madrid a Tel Aviv, pasando por Santiago de Chile, Atenas y Londres, una ola de indignación levanta a la juventud del mundo.

Pero las clases medias también están asustadas porque el modelo neoliberal de crecimiento las abandona al borde del camino. En Israel, una parte de ellas se unió a los jóvenes para rechazar el integrismo ultraliberal del Gobierno de Benjamín Netanyahu.

El poder financiero (los “mercados”) se ha impuesto al poder político, y eso desconcierta a los ciudadanos. La democracia no funciona. Nadie entiende la inercia de los gobiernos frente a la crisis económica. La gente exige que la política asuma su función e intervenga para enderezar los entuertos. No resulta fácil; la velocidad de la economía es hoy la del relámpago, mientras que la velocidad de la política es la del caracol. Resulta cada vez más dificil conciliar tiempo económico y tiempo político. Y también crisis globales y gobiernos nacionales.

Los mercados financieros sobrerreaccionan ante cualquier información, mientras que los organismos financieros globales (FMI, OMC, Banco Mundial, etc.) son incapaces de determinar lo que va a ocurrir. Todo esto provoca, en los ciudadanos, frustración y angustia. La crisis global produce perdedores y ganadores. Los ganadores se encuentran, esencialmente, en Asia y en los países emergentes, que no tienen una visión tan pesimista de la situación como la de los europeos. También hay muchos ganadores en el interior mismo de los países occidentales cuyas sociedades se hallan fracturadas por las desigualdades entre ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres.

En realidad, no estamos soportando una crisis, sino un haz de crisis, una suma de crisis mezcladas tan intimamente unas con otras que no conseguimos distinguir entre causas y efectos. Porque los efectos de unas son las causas de otras, y asi hasta formar un verdadero sistema. O sea, nos enfrentamos a una crisis sistémica del mundo occidental que afecta a la tecnología, la economía, el comercio, la política, la democracia, la guerra, la geopolítica, el clima, el medio ambiente, la cultura, los valores, la familia, la educación, la juventud, etc.

Vivimos un tiempo de “rupturas estratégicas” cuyo significado no comprendemos. Hoy, Internet es el vector de la mayoría de los cambios. Casi todas las crisis recientes tienen alguna relación con las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información. Los mercados financieros, por ejemplo, no serían tan poderosos si las órdenes de compra y venta no circulasen a la velocidad de la luz por las autopistas de la comunicación que Internet ha puesto a su disposición. Más que una tecnología, Internet es pues un actor de las crisis. Basta con recordar el rol de WikiLeaks, Facebook, Twitter en las recientes revoluciones democráticas en el mundo árabe.

Desde el punto de vista antropológico, estas crisis se están traduciendo por un aumento del miedo y del resentimiento. La gente vive en estado de ansiedad y de incertidumbre. Vuelven los grandes pánicos ante amenazas indeterminadas como pueden ser la pérdida del empleo, los choques tecnológicos, las biotecnologías, las catástrofes naturales, la inseguridad generalizada... Todo ello constituye un desafio para las democracias. Porque ese terror se transforma a veces en odio y en repudio. En varios países europeos, ese odio se dirige hoy contra el extranjero, el inmigrante, el diferente. Está subiendo el rechazo hacia todos los “otros” (musulmanes, gitanos, subsaharianos, “sin papeles”, etc.) y crecen los partidos xenófobos.

Otra grave preocupación planetaria: la crisis climática. La conciencia del peligro que representa el calentamiento general se ha extendido. Los problemas ligados al medio ambiente se están volviendo altamente estratégicos. La próxima Cumbre mundial del clima, que tendrà lugar en Rio de Janeiro en 2012, constatarà que el número de grandes catástrofes naturales ha aumentado así como su carácter espectacular. El reciente accidente nuclear de Fukushima ha aterrorizado al mundo. Varios gobiernos ya han dado marcha atrás en materia de energía nuclear y apuestan ahora –en un contexto marcado por el fin próximo del petróleo– por las energías renovables. 

El curso de la globalización parece como suspendido. Se habla cada vez más de desglobalización, de descrecimiento... El péndulo había ido demasiado lejos en la dirección neoliberal y ahora prodría ir en la dirección contraria. Ya no es tabú hablar de proteccionismo para limitar los excesos del libre comercio, y poner fin a las deslocalizaciones y a la desindustrialización de los Estados desarrollados. Ha llegado la hora de reinventar la política y de reencantar el mundo.