domingo, 16 de octubre de 2011

El descuento final / Hernán Iglesias Illa *

El otro día fui al último local de Borders en Nueva York con la intención de aprovechar los descuentos prebancarrota y ver si había libros atractivos o baratos para comprar. Unas semanas antes, Borders se había declarado en quiebra y, como no había aparecido nadie que quisiera comprarla, había decidido cerrar sus librerías (más de quinientas), despedir a sus empleados (más de diez mil) y sacarse de encima los libros (probablemente millones) que aún dormían en sus estantes.

Me bajé entonces del subte en la Octava Avenida y la calle 34, di la vuelta al Madison Square Garden y me metí en la librería, que parecía más un bazar que una biblioteca. Colgaban carteles gigantes con el lenguaje agridulce de quien anuncia su propio fin: "¡LIQUIDACIÓN TOTAL! ¡VENDEMOS TODO!" La gente revolvía en el fango, buscando perlas o semiperlas, y apretaba contra el pecho pilas desordenadas de libros, DVD y objetos de papelería, que también estaban rebajados. Las computadoras para buscar títulos estaban apagadas. Había libros en el piso, revistas arrugadas, estantes vacíos. Cuando quise subir a tomar un café, el bar estaba cerrado y cada uno de sus muebles, en venta: revisteros (100 dólares), sillas (75 dólares), máquina de café expreso (650 dólares), heladera industrial (2400 dólares). Dwight Garner, crítico literario de The New York Times, contó hace poco que había comprado el cartel de "POETRY" que estaba encima de la sección de poesía y se lo había llevado a su casa.
Me encanta comprar libros usados o baratos. Lo hacía cuando vivía en Buenos Aires, en la avenida Corrientes o en librerías de barrio, y lo hago ahora en Nueva York. Me gusta afinar la vista sobre los escombros de la industria editorial y encontrar animalitos que todavía respiran, 30 o 40 años después de su publicación. En Borders, sin embargo, había poca vida para rescatar, aun con sus ofertas desesperadas. Los descuentos iban del 50% al 70%, según el género: Ficción, 50%; Política, 60%; Juvenil, 50%; Romance, 70%. ¿Quién decidía esto? Me acerqué a una de las chicas que atendían y le pregunté exactamente eso. "Nosotros no -me respondió, un poco cansada-. Viene de más arriba. Si por mí fuera, daría 90% de descuento a todo ya mismo." Di varias vueltas, pero al final sólo compré un libro (unos cuentos "tempranos" de John Updike: nueve dólares) y una revista llamada Port , que no conocía pero prometía en tapa un perfil de David Remnick, el editor de The New Yorker (que al final estaba más o menos). Botín escaso y no muy barato.

Mi visita a Borders coincidió con el momento en el que buena parte del mundo cultural neoyorquino decidió mostrarse triste y apocalíptico con el cierre de la cadena. Para algunos analistas, se trataba de una nueva derrota de la cultura tradicional y el libro de papel, jaqueados en los últimos años por el ascenso de los e-books y (según ellos) un ambiente cultural cada vez más favorable a las recompensas instantáneas y reacio al lento e incomparable placer de rumiar un libro. Otros, en cambio, recordaron que Borders llevaba varios años haciendo macanas, preocupándose muy poco por la felicidad o la lealtad de sus clientes y casi nada por renovarse tecnológicamente: en 2001, en una decisión incomprensible hace diez años y ahora, Borders le entregó la gestión de su librería online nada menos que a Amazon, que es como darle las llaves del auto al verdugo. En Nueva York, Borders todavía tenía algo de buena fama, porque había tenido un local en la planta baja de una de las Torres Gemelas, pero en los últimos años ya casi nadie se acordaba. Su desaparición, a fin de cuentas, dice mucho más sobre la propia Borders que sobre el estado de la industria del libro o, mucho menos, el estado de la literatura.

De Borders me fui aquella tarde a la casa de una amiga que vive a la vuelta de Strand, la famosa librería de usados en la esquina de Broadway y la 12. Ya hace tiempo que logré domesticarme para no entrar a Strand cada vez que paso por la puerta, porque sé que podría quedarme horas hurgando entre libros que no conozco o que conozco y no valen la pena. Lo que hago entonces es pasar por el frente sin desacelerar el ritmo pero mirando de reojo los lomos de los libros de 1 dólar expuestos en la vereda. Si alguno me llama la atención, me autorizo a frenar. Eso hice el otro día: caminé por la vereda de la calle 12 rumbo a la casa de mi amiga y, dos pasos antes de llegar a la esquina de Broadway, vi el lomo verde flúo de Indecision , una novela de 2005 que en su momento había recibido buenas criticas. El autor de Indecision , además, es Benjamin Kunkel, un tipo que me había llamado la atención por ser uno de los fundadores de n+1 , una de las revistas culturales mas interesantes de los últimos años, y también porque Kunkel se mudó hace un par de años a Buenos Aires, desde donde escribió una larga nota sobre el Bicentenario para n+1 en la cual, quizá siguiendo el mandato de su apellido, admitía su simpatía por el peronismo y la presidenta Cristina Kirchner.

Todo esto lo pensé en una ráfaga de segundo, pero ésas son precisamente las ráfagas que buscamos los arqueólogos de libros viejos y no tan viejos. Agarré el libro (traducido por Destino al castellano en 2007 como Indecisión ), entré a Strand y pagué el dólar correspondiente. Una hora antes, en Borders, no había podido tener ninguna de esas ráfagas. Quizás esa incapacidad, más que sus derrotas contra Amazon y el avance del libro digital, haya decretado su fin. No la voy a extrañar...

(*) Periodista argentino residente en Nueva York

La revolución española mundial / Ramón Cotarelo *

La de ayer fue una jornada memorable. Una jornada por el cambio global del sistema. Del sistema capitalista, cuestionado por decenas de miles de personas en cientos de ciudades a lo largo y ancho del mundo. El capitalismo está hundiéndose a la vista de todos a causa de dos factores: su propia crisis y la acción coordinada de multitudes de gentes que lo rechazan. Es algo parecido a lo que sucedió con el comunismo hace veinte años. Parecido porque la historia no se repite jamás, pero presenta similitudes. 

La más llamativa es la movilización popular permanente, pacífica, en contra de los poderes políticos y económicos. Ayer se escucharon muchas consignas y afirmaciones en la Puerta del Sol, pero todas ellas se resumían en la que no se mencionó pero fue la fórmula de la caída del muro de Berlín: nosotros somos el pueblo. Algunas se le acercaban como ese somos el 99 por ciento. No sé si serán -si seremos- el 99 por ciento, pero sí es claro que arman mucho ruido, que se hacen oír, que no cabe ignorarlos. 

El movimiento 15-M es ahora mundial, patente, una explosión de indignación, tan difícil de integrar en el sistema que cuestiona como incomprensible para los defensores a ultranza del viejo orden. Basta escuchar a alguno de estos para darse cuenta de la distancia que hay entre la cosa y el juicio que sobre ella formula. En una reciente entrevista en Le Figaro, Aznar dijo del 15-M que es "un movimiento radical, antisistema y muy ligado a la extrema izquierda" que además "no es representativo". 

Lo sorprendente es que este hombre pueda asesorar a alguien en algo. Se le sumaron Bono y Aguirre, dos personas de orden, advirtiendo de los peligros antidemocráticos de las movilizaciones multitudinarias. A estos sólo les gusta lo que ellos apañan en las covachas de la intriga.

Y es que el proceso que ha puesto en marcha el 15-M es nuevo por todos los lados, empezando por el de su organización que se hace a través de las redes virtuales. Estas van paralelas a las redes reales de las asambleas, reuniones vecinales, acampadas. No hay un centro de imputación, no existe una estructura jerárquica. Hasta es dudoso que quepa llamarlo estructura. Nuevo es también el programa que consiste en consideraciones teóricas generales sobre la democracia y el capitalismo apoyadas en prácticas concretas de acción directa, como las acciones en contra de los desahucios. Quien dude de la eficacia de estas novedades, que diga si el PSOE recogería en su programa la dación en pago de no ser por las movilizaciones.

La fuerza del 15-M es moral y reside en primer lugar en la renuncia a la violencia. La excepción de Roma y el rechazo suscitado demuestran que el movimiento en sí es pacífico. Pacífico y transformador. Que las transformaciones hayan de hacerse a través de las instituciones no les restará mérito dado que esas instituciones, en principio, son representativas. Y no solamente a través de las instituciones de los Estados que están muy desfasados y son muy insatisfactorios en su organización sino de las internacionales.

El siguiente objetivo del 15-M son los paraísos fiscales. No se sabe qué forma tomará la acción, pero tendrá alguna. Entre tanto, no estaría de más instar de la Asamblea General de la ONU una resolución eficaz prohibiendo esas cuevas de ladrones, que debiera ser su nombre. Cuevas de ladrones, refugios de delincuentes, políticos corruptos, empresarios que defraudan al fisco en su país, deportistas y famosos que no tributan en el suyo, capitalistas que ocultan sus beneficios y otros sinvergüenzas; todos ellos perfectamente identificados: Islas Caimán, Barbados, Isla de Man, Gibraltar, Suiza, Luxemburgo, Liechtenstein, el Vaticano, etc. Atacar estos nidos de piratas es atacar uno de los bastiones del capitalismo global pero también uno de sus puntos más débiles porque carecen de toda defensa moralmente hablando.

Tardaremos más, tardaremos menos, pero está claro que hay que hacerlo. El lema que más me gusta del 15-M es el que reza:

Vamos despacio porque vamos lejos.
 
(*) Catedrático de Ciencia Política en la UNED, España

¿Quién privatiza a los políticos? / Emilio Lledó *

La defensa de lo público hace vivir la democracia. Hay, por supuesto, opiniones en contra que parecen apoyarse en ese latiguillo de la libertad individual para fomentar la riqueza; de la libertad de emprender, de crear, que se oculta bajo la oscurecida palabra de liberalismo. No se puede negar la importancia de los llamados bienes de consumo que, al parecer, la economía y los economistas administran. Pero el verdadero sustento de la sociedad, de la vida colectiva tan importante como la vida de la naturaleza, es la educación, la cultura, la ética. Ellas son las verdaderas generadoras de riqueza ideal, moral y material.

La democracia, que nació como lucha hacia la igualdad por medio de la reflexión sobre las palabras y por el establecimiento de unos ideales de justicia y verdad, no puede rendirse a las privatizaciones mentales de paradójicos libertadores. Sin embargo, apenas se insiste en el hecho de que la crisis que padecemos es una crisis que tantos competentes expertos, siguiendo el principio de la libertad y la competitividad, no han sabido evitar, ni tampoco las diversas burbujas -sobre todo las propias burbujas mentales- que inflaban y aireaban. Burbujas que, parece ser, les han permitido construir sin que nadie les pida responsabilidades por sus liberadas y productivas ganancias.

No es, sin embargo, una discusión sobre problemas económicos, cuyos entresijos y burbujeos desconocemos, a lo que voy a referirme, aunque haya siempre un principio de honradez y verdad en el que, seguro, todos nos entenderíamos. Aludiré únicamente a una de esas frases vacías que hincha las palabras de ciertas oligarquías. Desde hace años, de nuevo en estos días, como manifestación del menosprecio por la enseñanza pública y por sus profesores, se habla de la libertad de los padres para elegir el centro en el que educar a sus hijos. 

Esa defensa libertaria no tiene que ver con el deseo de que se practique en la educación una verdadera libertad: la libertad de entender, de pensar, de interpretar, de desfanatizar, de sentir. Libertad que, por encima de todas las sectas, debería fomentar la combatida Educación para la Ciudadanía y la identidad democrática. Una libertad que enseñase algo más que la obsesión por el dinero y por el solapado cultivo de la avaricia. A lo mejor, esa educación les obligaba a dimitir a algunos personajes de la vida pública, por vergüenza del engaño que arrastran y contaminan. Mejor dicho: haría imposible que se dieran semejantes individuos.

Ese sermoneo se funda sobre todo en el fomento de la privatización de la enseñanza que alimenta el dinero y la desigualdad. ¿Pueden gozar de esa libertad todos los padres? ¿También los de los barrios más modestos de las grandes ciudades? ¿Pueden ser libres para mandar a sus hijos a esos colegios privados? Centros que proliferan por nuestro país y que apenas pueden compararse, a pesar de sus supuestas y publicitadas excelencias, con cualquier colegio o instituto público de Francia o Alemania. Por lo visto los padres franceses o alemanes ni siquiera se han planteado esa posible libertad que, lógicamente, no necesitan. 

En ese mismo derrotero andan algunas universidades, que anuncian sus excelencias pregonando que "los alumnos encontrarán las profesiones que les permitirán colocarse rápidamente en la empresa". ¡Magnífico ideario para fomentar la vida universitaria, la pasión por el saber, el crear, el innovar! En el fondo, toda esa propaganda libertaria es fruto de planteamientos políticos, de dominio ideológico, de sustanciosos prejuicios clasistas, que con doble o triple moral predican libertad, cuando lo que realmente les importa, aunque quieran engañarse y engañarnos, es el dinero. Solo por medio de una ideología de la decencia, de la justicia, de la lucha por la igualdad, tan problemática siempre, puede alzarse el sistema educativo de nuestro país, de todos los países. 

No puedo por menos de citar un texto de Giner de los Ríos, entre muchos de los que podrían citarse del olvidado precursor: "El dogmatismo, el dominio sectario sobre los espíritus, el afán de proselitismo doctrinal, tantas otras formas de opresión y de coacción muestran cómo esa tutela se corrompe, y en vez de disponer gradualmente al hombre para su emancipación procura disponerlo para perpetuar su servidumbre".

En este punto tendríamos que preguntarnos: ¿Quién privatiza a los políticos? ¿Qué palabras huecas, convertidas en grumos pegajosos aplastan los cerebros de los que van a administrar lo público, o sea lo de todos, si la corrupción mental ha comenzado por deteriorar esas neuronas que fluyen siempre hacia la ganancia privada? No se entiende bien cómo a esos destructores de la idea de lo público les votan aquellos que perderían lo poco que tienen en manos de tales personajes. A no ser que la mente de esos súbditos haya sido manipulada y, en la miserable sordidez de la propia ignorancia, esperen alguna migaja, algún botón del traje que viste el supuesto partido político que les arrastra.

Habrá, como digo, que ir estudiando las razones que mueven el comportamiento de esos padres de la patria que tienen el deber de organizar, no para su provecho y el de sus amigoides o amigantes, eso que se suele llamar, más o menos acertadamente, el bien común. Un pueblo "maravillosamente dotado para la sabiduría", como decía Machado, y al que hay que dar ejemplo para que no pierda el sentido de la justicia, de la honradez. Es importante conocer en los defensores de la libre empresa, en los apóstoles de la privatización, qué empresa, ideología, fanatismo, les ha privatizado a ellos. Porque se trata de evitar que la patología individual de esos sujetos se convierta en patología, donde se hunde la vida colectiva.

Es un deber de la sociedad investigar y descubrir las razones ocultas de las privatizaciones. Parece que la raíz de todas ellas, con independencia de determinadas claves genéticas, brota también de la educación, de los ideales que, al abrirnos al mundo del saber y la cultura, hayan acertado a enseñarnos aquellos en cuyas manos está alumbrar la inteligencia y la sensibilidad. Las opiniones que se clavan en las neuronas y que determinan la forma de actuar sobre las palabras y sobre aquello a que esas palabras nos empujan, proviene de esos reflejos condicionados que, desde la infancia, han aprisionado nuestra manera de ver e interpretar el mundo.

Podemos intuir que la degeneración intelectual de buena parte de la clase política, y de los llamados emprendedores -los que, por ejemplo, emprendieron la destrucción de nuestras costas-, procede de esos conglomerados ideológicos en los que se mezclan, con la indecencia, alguno de los males a que se ha aludido. ¿Quién privatiza a los políticos? ¿Quién nos devolverá, en el futuro, la vida pública, los bienes públicos, que nos están robando?

(*) Emilio Lledó es filósofo.