jueves, 20 de octubre de 2011

Democracia, constitucionalismo y crisis / Gerardo Pisarello *

La agudización de la crisis ha colocado a la democracia en el centro de una áspera disputa. En Nueva York y Atenas, en El Cairo y en Madrid, en Marsella, Londres, Barcelona o Reikavik, miles de jóvenes precarios, trabajadoras y trabajadores despedidos, maestros, pensionistas, personas hipotecadas e inquilinos expuestos al desahucio, artistas, migrantes, periodistas e internautas, vecinos afectados por la privatización o el deterioro de la sanidad, la educación, el agua o el transporte, denuncian la degradación de la vida política y económica. Afirman que no quieren ser “una mercancía en manos de políticos y banqueros”. Y exigen, en un grito que atraviesa el planeta: “¡Democracia real ya!”.

Esta demanda democratizadora contrasta de manera visible con el desconcierto o la pasividad de las clases gobernantes. En su boca, la democracia continúa presentándose como el más legítimo de los regímenes políticos. Mientras tanto, el grueso de los elementos con los que ésta suele identificarse –el gobierno de las mayorías, el pluralismo político, la protección de las minorías vulnerables, la vigencia de libertades públicas amplias- se encuentra en crisis. Decisiones cruciales para la seguridad material y la autonomía de amplios sectores de la población son adoptadas por grupos privados carentes de legitimidad electoral o de control ciudadano alguno. Entidades financieras, grandes inversores, oligopolios informativos, agencias de calificación de deuda, empresas transnacionales, concentran un poder inédito, capaz de colonizar partidos, parlamentos y tribunales y de reducir consignas como las de “una persona un voto” a poco menos que quimeras.

Naturalmente, la percepción de estos fenómenos está condicionada por la idea de democracia que se profese. Las concepciones liberal-tecnocráticas dominantes, de hecho, minimizan esta distancia entre el ideal democrático y su práctica efectiva. Para ello, suelen reducirlo a una simple técnica de recambio periódico de las élites gobernantes. Esta concepción restrictiva de la democracia, que permite descalificar como demagógica o maximalista cualquier crítica que pretenda mirar más allá de estas premisas, oculta, no obstante, su sentido histórico profundo. Y acaba por dar cobertura a regímenes que, cada vez más, operan como oligarquías isonómicas, es decir, como regímenes controlados por minorías económicas que apenas admiten, de manera selectiva, el disfrute de algunas libertades públicas.

Esta tensión entre democracia y oligarquía, o si se prefiere, entre Constitución democrática y Constitución oligárquica, no es desde luego nueva. Fue lúcidamente entrevista por pensadores como Aristóteles y atraviesa la historia de la humanidad desde la antigüedad hasta nuestros días. En ella no faltan, al igual que hoy, teorías y prácticas empeñadas en despojar al principio democrático de su componente igualitario y emancipatorio, marginándolo o reduciéndolo a una pieza inofensiva de la organización social. Estos intentos se han presentado bajo diferentes ropajes. Como necesario antídoto contra la “tiranía de las mayorías”. Como defensa de la Constitución mixta frente a la Constitución popular, siempre expuesta a los “humores de la multitud”. O simplemente como una apuesta por la democracia limitada, moderada, frente a la extremista democracia pura o absoluta. Dispuestos a ganar el sentido común, estos argumentos han intentado cubrirse con la bandera de la moderación, del rechazo a la hybris, al exceso. Pero han dado voz, invariablemente, a temores e intereses exaltados, vinculados a posiciones elitistas y a plutocracias de diverso signo.

Que para identificar esta persistente corriente antidemocrática se evoque a Termidor no es baladí. Termidor fue el mes –según el calendario revolucionario francés- en que tuvo lugar el golpe de Estado de 1794 contra el movimiento democrático que surgió de la caída de la Monarquía y de la proclamación de la República. Dicho golpe supuso la interrupción de un proceso vigoroso de lucha por la extensión de los derechos políticos y sociales de la población, comenzando por sus miembros más vulnerables. Desde entonces, Termidor ha quedado identificado con los procesos de desdemocratización realizados en nombre de la gran propiedad y del gobierno de los notables (y a veces, también, con la degradación burocrática y despótica de las reacciones contra otras tiranías o plutocracias).

De ahí su importancia en los tiempos que corren. Y es que la llamada globalización neoliberal, el capitalismo financiarizado al que ha dado lugar, también podrían considerarse el último capítulo de un largo Termidor. De una honda recomposición en las relaciones de poder que, apelando al ideal democrático, ha acabado por desnaturalizarlo en beneficio de un orden constitucional con fuertes componentes oligárquicos. Esta contrarreforma tiene una fuerza innegable. Pero no es inevitable ni irreversible. Como ocurre con otros conceptos usados en vano, la noción de democracia puede ser rehabilitada, rescatada del naufragio. Para comenzar, si se vincula a su mejor herencia histórica. La que entronca con el constitucionalismo revolucionario de los siglos XVII y XVIII, con el constitucionalismo democrático republicano de entreguerras, en el siglo XX, e incluso con experiencias como las del llamado nuevo constitucionalismo latinoamericano, ya en el siglo XXI. La que va de Efialtes y Aspasia de Mileto a Thomas Paine y Karl Marx, de Flora Tristán y Rosa Luxemburg a Patrice Lumumba y Martin Luther King. Ello nos ayudaría a verla, no ya como un simple mecanismo de renovación de élites, sino como una inveterada tradición emancipatoria. Una de las pocas quizás, capaz de abanderar hoy las exigencias de millones de mujeres y hombres a favor del autogobierno político y económico de todas las personas y pueblos y de la reproducción sostenible de la vida en el planeta. 

(*) Gerardo Pisarello, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona, es miembro del Comité de Redacción de SinPermiso.