No sólo hay “mucho PSOE por hacer”. Está por hacer un discurso de
gobierno de una socialdemocracia de izquierdas, el discurso
socialdemócrata ante la crisis y más allá de la crisis. A falta de ello
tanto dará –a quienes no son militantes, la inmensa mayoría– que se haga
“mucho PSOE”. Por eso importa mucho no sólo el PSOE que hagan estos
días en su congreso, sino el camino que tomen; no sólo los dirigentes
que elijan, sino la política que representen.
El PSOE se encuentra ante una decisión paradójica, que necesariamente
habrá de ser, a la vez, de ruptura y continuidad, pero que sus
dirigentes no saben (o no quieren) explicar bien. Aunque no se
reconozca, tendrá que ser, por una parte, una verdadera ruptura con la
política desarrollada por el Gobierno socialista durante los últimos
años. Pero al mismo tiempo tendrá que recuperar lo esencial de la línea
política que José Luis Rodríguez Zapatero llevó al Gobierno en 2004.
Porque aquella era la línea correcta para un Gobierno socialdemócrata,
aunque fuera enseguida frenándose y terminara abandonada durante la
segunda legislatura.
Frente a la tercera vía de Blair y Schröder, que –como dice Fontana–
representaba en realidad “un abandono radical de las ideas de la
tradición socialista”, Zapatero representaba una recuperación de los
principios de solidaridad de esa tradición. En aquel momento
representaba, además, la ruptura de un alineamiento internacional con el
imperialismo que nos devolvía la dignidad a los españoles. Tras casi
dos décadas de progresivo alejamiento de los movimientos ciudadanos
volvía a conectar con ellos y nutría de ellos su fuerza electoral.
Levantaba la bandera de la ampliación y consolidación de los derechos
civiles, prácticamente abandonada por los gobiernos socialistas desde la
época del periodo constituyente.
Aunque luego frustrada, alentaba la esperanza de que al fin un
Gobierno progresista se atreviese a construir un Estado realmente laico
–algo que también temían los reaccionarios, como probó la feroz
oposición con que, desde el principio, se enfrentó la Iglesia a su
Gobierno–.
Luego, entre la ofensiva sin cuartel de la derecha y los frenos
internos, el desarrollo de esa línea, que había logrado despertar en
mucha gente alejada de la política una ilusión hace tiempo perdida, fue
frenándose. Y cuando, en el marco de la crisis, los socialistas se
vieron forzados a abandonar posiciones fundamentales y no supieron
explicarlo a la población; cuando dieron la impresión de no saber
reaccionar y no abrieron perspectivas de futuro e incluso, con sus
silencios, hicieron creer que abandonaban su línea, entonces fue,
realmente, cuando perdieron el respaldo de su base social y, con ello,
perdieron las elecciones.
Pero eso no debe hacer olvidar que la línea de Rodríguez Zapatero
cuando accedió al Gobierno era la correcta y que, en lo fundamental,
sigue siendo, hoy, la línea correcta. Se habla –aunque cada vez más
vagamente– de la reforma de la democracia. Es una necesidad no sólo para
responder a la demanda popular, sino por estrictas razones de
supervivencia. Sólo un Gobierno fuertemente enraizado en una base
popular muy amplia y sólida puede resistir la presión –interna y
externa– de los poderes económicos. Y no habrá Gobierno con una base así
si no es en una democracia avanzada, donde los ciudadanos participen
decisivamente en la política y no se limiten a cohonestar gobiernos con
su voto.
También parece que todos los que van a participar en este congreso
están de acuerdo en que hay que cambiar el modelo de partido. Habrá que
ver lo que significa eso, y si no se trata de cambiar de modelo para no
cambiar de aparato.
Se está discutiendo si se debe buscar un liderazgo de transición o
con vocación de permanencia, para el futuro. No sé si alguien, desde
dentro, cree seriamente que ese dilema es real. Desde fuera parece claro
que elegir una dirección de transición es renunciar a hacer la
transición, demorar lo urgente, aplazar la renovación. Toda transición
es una crisis, porque en ella se deja la piel vieja y se toma una nueva.
Las metamorfosis, para un organismo o para una organización, son
siempre difíciles y dolorosas. Como saben los zoólogos, es una fase
inevitable para la supervivencia, pero a la vez del mayor riesgo, cuando
el organismo está más expuesto a todo tipo de amenazas y su vida se
pone en juego. Por ello podría desearse aplazarla, demorarla. Pero la
demora arruina el proceso, no permite que sea más seguro o menos
doloroso en el futuro, sino que lo aborta.
Hoy, para el PSOE, una dirección de transición simplemente sirve para
proporcionar una prórroga a lo que hay, pero a la vez supone ofrecer
puentes a la desbandada. No frenará la hemorragia, sino que la dejará
fluir. Cuanto más se demore el cambio, más irreversible se hará la
situación. Es incierto lo que significará un cambio de dirección en el
PSOE. Puede no significar nada, porque quienes lo encarnen no sepan (o
no se atrevan, o, al final, no puedan) ir más allá del cambio de
personas. Pero lo que es seguro es a dónde conduce a ese partido el que
no haya cambios: al enquistamiento y la irrelevancia política.
(*) Sociólogo
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