domingo, 29 de julio de 2012

Menos creíbles frente a Europa / Eduardo Punset *

No debiera sorprender a nadie que muchos directores de cine y teatro no se hayan sumado todavía a los que piden un Gobierno que no derroche el dinero público, que intente reducir sus gastos, no tanto a lo que lo obligan sus escuálidos ingresos, sino a lo que puede prestarle la comunidad financiera internacional. ¿Hacen falta más pruebas de que los mercados internacionales se han plantado retirando su confianza al deudor español?

Por favor, que levante la mano el que crea que podemos seguir muchas semanas más pidiendo prestado a los tipos exorbitantes que estamos pagando, para amortizar lo que debemos, garantizar las prestaciones por desempleo, mantener las pensiones prometidas y los sueldos dependientes del Estado. Pocos en su sano juicio pueden levantar la mano en señal de protesta. Por una razón muy sencilla: durante años el llamado «milagro español» mantenía en sus mínimos la desconfianza de los acreedores, al tiempo que eran tolerables los tipos de interés que se pagaba por el dinero prestado.

Los que hemos vivido muchos años en el extranjero somos conscientes de que hemos dejado de ser, casi repentinamente, un país creíble para muchos europeos. Hemos conservado la soberbia y el orgullo de ser uno de los países más fuertes de Europa –sobre todo en fútbol–, pero no tenemos ni un duro ni el futuro asegurado como antes con la agricultura y el turismo.

¿Qué hacer en una situación así? Vamos a ver primero lo que no se debe hacer. Engañar al personal negando no solo la existencia de la crisis, sino mintiendo o escondiendo el diagnóstico: se nos ha dicho durante demasiado tiempo que se trataba de una crisis planetaria cuando, en realidad, era una crisis específica de unos países específicos como España, Italia, Grecia y Portugal. Lejos de generar algo imposible como un déficit con Neptuno, Saturno o Urano –solo así podrían entender los economistas una crisis planetaria–, simplemente nos habíamos endeudado mucho más allá de nuestras posibilidades; y ahora hay que devolver ese dinero.

Solo hay una manera de hacerlo. Recortar aquellos gastos cuando resulta a todas luces obvio que nos pasamos y no podemos mantenerlos; explorar las posibilidades de generar empleo innovando y abordar, por fin, las políticas de prevención que debieran haberse iniciado hace muchos años; por políticas de prevención se entienden todos aquellos esfuerzos necesarios para mermar la demanda futura de prestaciones sociales en educación, sanidad y bienestar, básicamente.

Se trata de introducir en educación las nuevas competencias que no se prodigaron en la sociedad industrial, pero que son imprescindibles en la sociedad del conocimiento: aumentar la capacidad de concentración a pesar de la multiplicidad de soportes, el trabajo en equipo en lugar de estimular solo el trabajo competitivo o el dominio de las técnicas digitales de comunicación.

En materia de sanidad habrá que centrarse en la gestión de funciones actualmente desatendidas y mucho más abordables en presupuestos en tiempo de crisis como la soledad, la tristeza o el estrés. En materia de bienestar es de sobra conocido lo que exige una primera corrección: la generalización inevitable de las prestaciones sociales ha producido el colapso de su suministro, como ha ocurrido con las prestaciones sanitarias. ¿Tan difícil es centrar la atención en la personalización de la medicina o en buscar formas más eficientes y justas de reparto?

El país sigue enfrascado en las viejas discusiones ideológicas entre derechas e izquierdas que no aportan absolutamente nada a la solución de los problemas candentes. En el pasado, esa división solo fue fructuosa cuando hubo acuerdo o consenso. En el futuro inmediato hará falta buscar en otros horizontes más prometedores y menos interesados, pero reales.

(*) Ex ministro español para las relaciones de España con la Unión Europea

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