Leí la información en la sala de espera de un aeropuerto mientras mi
vuelo se retrasaba un par de horas: quiero decir que tuve tiempo de dar
vueltas y vueltas a la noticia, que, por otra parte, no tenía nada de
inesperado ni original. La nueva encuesta sobre la educación en el mundo
situaba a los alumnos españoles prácticamente en la cola, tanto en
ciencias y matemáticas como en comprensión de la lectura de textos. Esta
encuesta no hacía sino confirmar las encuestas anteriores, de modo que
podía apreciarse una catastrófica estabilidad —con progresivos
empeoramientos, eso sí— en la valoración de nuestros estudiantes. Esta
noticia ocupaba la página izquierda del periódico, mientras la derecha
ofrecía datos sobre la próxima reforma educativa, la séptima, se
afirmaba, de la democracia.
Esto último me resultó muy inquietante pues obligaba, a la fuerza, a
formular una pregunta: ¿podía hablarse realmente de democracia tras seis
reformas educativas fracasadas a lo largo de treinta años? ¿No sería
que teníamos un régimen formalmente democrático pero no una sociedad de
ciudadanos libres? Me cuesta creer que pueda existir una comunidad libre
sin armas críticas que aseguren el mantenimiento de la libertad. Y las
informaciones sobre el nivel educativo de los españoles, que no son
recientes sino que se prodigan desde hace muchos años, abarcando a
varias generaciones de estudiantes, nos indican que nuestra ciudadanía,
poco menos que analfabeta, no posee instrumentos críticos y, por tanto,
es incapaz de sostener una democracia.
El problema no es, por deficiente que sea, la “escuela”, como, con
notable estulticia, se proclama cada vez que el Gobierno de turno quiere
hacer una reforma educativa, sino, más bien, la montaña sumergida del
iceberg cuya punta visible es el sistema educativo: es decir, la llamada
“vida pública”, con los representantes políticos a la cabeza, y lo que
podemos llamar “vida privada” de unos ciudadanos que, sin capacidad
crítica, devienen meros súbditos. Si nos detuviéramos en lo que ocurre
en la montaña sumergida comprenderíamos mucho mejor lo que nos alarma en
la punta del iceberg, que denominamos “escuela”.
En la llamada “vida pública” aprendemos a forjar el analfabetismo
educativo. Hay algo peor que la corrupción, y es la ignorancia
autosatisfecha. Si es siniestro que los aprendices de ciudadanos —los
jóvenes estudiantes— comprueben que las responsabilidades supuestamente
ejemplares han recaído en individuos reprobables, aún es más destructiva
la generalizada exhibición de incultura que se realiza en todos los
ámbitos. Poca confianza puede generar, desde luego, que un presidente
del Tribunal Supremo sea acusado de corrupción, que un exdirector del
Fondo Monetario Internacional sea imputado o que un expresidente de la
Confederación de Empresarios sea encarcelado, por citar solo los casos
más recientes de una cadena interminable, pero, ¿qué decir del
desprestigio de la cultura en los tres poderes que sostienen, o deberían
sostener, la arquitectura democrática?
El lenguaje lo aclara todo, y lo denuncia todo. ¿No sería un milagro
tener una “escuela” excelente teniendo los Gobiernos y Parlamentos que
tenemos? Es decir: hablando como hablan. Cualquier indicio cultural está
férreamente excluido del lenguaje de nuestros políticos, quienes con
saña y entusiasmo se dedican a elogiar a los propios y a vituperar a los
ajenos con metáforas toscamente futbolísticas, cuando no con giros
verbales que denotan un viraje, pero hacia atrás, en el sentido de la
evolución humana. ¿Y no sería igualmente taumatúrgico gozar de una
“escuela” amante de la razón y de la argumentación cuando, en la escena
del tercer poder, comprobamos la retórica literaria de nuestros jueces,
por lo general un galimatías de tal envergadura que parece que
Aristóteles y Descartes no hayan existido? Toda arbitrariedad es posible
—aun no queriéndola— cuando uno no sabe lo que se dice, el único gran
estilo que circula por nuestra “vida pública” y que hace cómplices a
gobernantes, legisladores y magistrados.
Es, por así decirlo, el estilo tertuliano, basado en el grito, el
sarcasmo y la impunidad. ¿No sería, por eso, igualmente mágico que
tuviéramos una “escuela” intelectualmente rigurosa en un país
literalmente cautivado por las tertulias radiofónicas y televisivas, las
cuales, con pocas excepciones, son ollas de grillos en las que triunfa
el más gritón, o el que se figura más gracioso, o el que aspira a mayor
impunidad? Lo más llamativo de este predominio del estilo tertuliano
sobre el estilo crítico es que el contagio, lejos de circunscribirse a
la “vida pública”, ha alcanzado también, y de lleno, a la “vida privada”
y, en consecuencia, el sectarismo, la parodia y la miseria cultural se
han convertido en moneda de uso corriente.
Y aquí puede hurgarse en la herida más profunda: ¿no sería prodigioso
poseer una “escuela” que iniciara a los jóvenes en el cultivo de la
libertad de conciencia y en el respeto de la verdad cuando en los medios
de comunicación y entretenimiento, o en la calle, o en el transporte, o
en casa, las conversaciones están dirigidas al desprecio de lo libre y a
la destrucción de lo íntimo? ¿Cuáles son los estímulos que el aprendiz
de ciudadano recibe para inclinarse hacia el rigor en el esfuerzo, hacia
la reflexión, hacia la libre elección de las cosas? Pocos, muy pocos,
porque ese aprendiz, fuera de la muy deficiente “escuela”, está más
rodeado de súbditos que de ciudadanos.
De ahí que no sea un detalle menor, sino todo lo contrario, que las
principales penurias de nuestros estudiantes se concentren en las
matemáticas y en la lectura. De ser examinados, igual les pasaría a
nuestros políticos y a nuestros jueces, a nuestros periodistas y a
nuestros padres de familia. No es un estigma, pero sí un compartido
desdén por la raíz de la libertad. Y, a este respecto, tanto las
matemáticas como la lectura son piedras de toque.
Un problema matemático, por ejemplo, no puede ser resuelto con ayudas
gregarias, con gritos estentóreos, con apelaciones demagógicas.
Requiere avanzar lentamente y tomar decisiones personales, con todas las
consecuencias. Es un ejercicio poderoso y sutil que hace comprender la
importancia de la libertad de elección al tiempo que contribuye a tender
puentes entre la concreción y la abstracción. Es una educación para la
libertad. Y otro tanto ocurre con la lectura, un viaje intelectual
solitario que no puede ser sustituido por sucedáneos de ningún tipo, ni
tecnológicos ni ideológicos. El lector, desde su intimidad, se enfrenta
al texto en un juego individual e íntimo en el que se produce un
intercambio dinámico. Al igual que el razonamiento matemático, el
ahondamiento en la lectura exige en el lector la llegada a encrucijadas,
la elección de caminos, el fecundo aplazamiento de respuestas, la
inagotable formulación de preguntas. Es, asimismo, un ejercicio para la
libertad.
El hecho de que la escuela aquí, mediocre en todos los aspectos,
según datos que se repiten con alarmante periodicidad, sea especialmente
deficiente en ciencias naturales, matemáticas y comprensión lectora de
los textos denota unas carencias intelectuales que sobrepasan, con
mucho, el marco escolar o universitario: son carencias que afectan
gravemente a la cultura democrática y que no han sido paliadas en los
últimos tres decenios. La falta de una arraigada tradición humanista e
ilustrada, por causas históricas bien conocidas que el franquismo
acentuó, no ha sido contrarrestada con eficacia en la vida pública
española, de modo que se han sucedido reformas educativas que no solo no
han contribuido a la mejora de la educación sino que no han servido
para la consolidación de una ciudadanía libre. Y, sin esta, todo el
edificio democrático es una casa vacía.
Ese es el riesgo de enterarte de una noticia de este tipo en una sala
de espera, cuando el retraso de tu avión te deja mucho tiempo por
delante. Le das vueltas y vueltas a la información, y no sabes si llorar
o reír. ¿Una séptima reforma educativa? Lo que está en peligro es la
democracia en manos de los ignorantes. Cuando no queden ciudadanos, solo
habrá súbditos.
(*) Escritor.
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