lunes, 5 de marzo de 2012

¿Qué aflige a Europa? / Paul Krugman *

Las cosas están fatal en Lisboa, Portugal, donde el desempleo se ha disparado por encima del 13%. Las cosas están todavía peor en Grecia, Irlanda, y podría decirse que también en España, y Europa en su conjunto parece estar volviendo a caer en la recesión. ¿Por qué se ha convertido Europa en el enfermo de la economía mundial? Todo el mundo sabe la respuesta. Por desgracia, la mayor parte de lo que la gente sabe no es cierto, y las historias falsas sobre las tribulaciones de Europa están contaminando nuestro discurso económico.

Si leemos un artículo de opinión sobre Europa —o, con demasiada frecuencia, un reportaje de prensa que supuestamente se atiene a los hechos— lo más probable es que nos encontremos con una de dos historias, que yo distingo como versión republicana y versión alemana. Ninguna de las dos se corresponde con los hechos.

La versión republicana —es uno de los temas centrales de la campaña de Mitt Romney— es que Europa está en apuros porque se ha esforzado demasiado en ayudar a los pobres y a los desafortunados, que estamos observando los últimos estertores del Estado del bienestar. Por cierto, que esta historia es una de las eternas cantinelas del ala derecha. Allá por 1991, cuando Suecia atravesaba una crisis bancaria provocada por la liberalización (¿les suena?), el Instituto Cato publicó un jactancioso informe en el que afirmaba que esto demostraba el fracaso de todo el modelo del Estado del bienestar. ¿He mencionado ya que Suecia, un país que sigue teniendo un Estado del bienestar sumamente generoso, es en la actualidad uno de los países más productivos, con una economía que crece más rápidamente que la de cualquier otra nación rica?

Pero hagamos esto de modo sistemático. Fijémonos en los 15 países europeos que usan el euro (dejando a un lado Malta y Chipre), y clasifiquémoslos según el porcentaje del PIB que gastaban en programas sociales antes de la crisis. ¿Destacan los países GIPSI (siglas en inglés de Grecia, Irlanda, Portugal, España, Italia) por sus Estados del bienestar excesivamente grandes? No, no lo hacen. Solo Italia se encontraba entre los cinco primeros, y a pesar de ello, su Estado del bienestar era más pequeño que el de Alemania. De modo que los Estados del bienestar excesivamente grandes no han sido la causa de los problemas.

A continuación, la versión alemana, que es que todo es cuestión de irresponsabilidad fiscal. Esta historia parece encajar con Grecia, pero con ningún otro país. Italia registraba déficits en los años anteriores a la crisis, pero eran solo ligeramente más altos que los de Alemania (la elevada deuda italiana es el legado de las políticas irresponsables que siguió hace muchos años). Los déficits de Portugal eran considerablemente más pequeños mientras que España e Irlanda presentaban, de hecho, superávits.

Ah, y los países que no pertenecen al euro parecen capaces de registrar grandes déficits e incurrir en grandes deudas sin enfrentarse a ninguna crisis. Reino Unido y Estados Unidos pueden obtener préstamos a largo plazo con unos tipos de interés en torno al 2%, y Japón, que está muchísimo más endeudado que cualquier país europeo, incluida Grecia, solo paga un 1%. En otras palabras, la helenización de nuestro discurso económico, según la cual nos faltan uno o dos años de déficits para convertirnos en otra Grecia, es un completo disparate.

Entonces, ¿qué es lo que aflige a Europa? La verdad es que la historia es fundamentalmente monetaria. Al introducir una moneda única sin las instituciones necesarias para que la moneda funcionara, Europa reinventó a efectos prácticos los defectos del patrón oro, defectos que desempeñaron un importante papel a la hora de causar y perpetuar la Gran Depresión.

Más concretamente, la creación del euro fomentó una falsa sensación de seguridad entre los inversores privados, y desencadenó unos movimientos de capital enormes e insostenibles hacia países de toda la periferia europea. Como consecuencia de estas entradas de capital, los costes y los precios aumentaron, el sector industrial perdió competitividad, y los países que tenían un comercio más o menos equilibrado en 1999 empezaron a registrar grandes déficits comerciales. Luego paró la música.

Si los países periféricos siguieran teniendo su propia moneda, podrían recurrir y recurrirían a la devaluación para restaurar rápidamente la competitividad. Pero no la tienen, y eso significa que les espera un largo periodo de desempleo masivo y una deflación lenta y demoledora. Sus crisis de deuda son básicamente un subproducto de este triste panorama, porque las economías deprimidas provocan déficits públicos y la deflación magnifica la carga de la deuda.

Ahora bien, el entender la naturaleza de los problemas de Europa no beneficia especialmente a los propios europeos. Los países afligidos, en concreto, no tienen nada excepto malas alternativas. O bien sufren el dolor de la deflación o toman la drástica medida de abandonar el euro, lo cual no será políticamente factible hasta que, o a menos que, todo lo demás fracase (un punto al que parece estar aproximándose Grecia). Alemania podría ayudar si suprimiera sus políticas de austeridad y aceptara una inflación más elevada, pero no va a hacerlo.

Sin embargo, para el resto de nosotros, enderezar a Europa supondría una gran diferencia, porque las falsas historias sobre Europa se están utilizando para promover políticas que serían crueles, destructivas, o ambas cosas. La próxima vez que oigan a la gente citar el ejemplo de Europa para exigir que destruyamos nuestros programas de protección social o recortemos el gasto para hacer frente a una economía profundamente deprimida, esto es lo que necesitan saber: no tienen ni idea de lo que están hablando.

(*) Profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía 2008

El invierno de la Monarquía / Josep Ramoneda

La imagen de Iñaki Urdangarin huyendo de los periodistas a la carrera en una calle de Washington quedará como un icono del caso judicial que mediáticamente lleva el nombre del yerno del Rey. Empezó con una nada ejemplar huida empresarial hacia delante, siguió con una huida a Washington, por consejo de su suegro, y culmina con esta peculiar huida de la prensa. Podría ser un breve compendio de la desventura de un personaje que no supo entender el papel que él mismo escogió o que interpretó equívocamente algunas señales que le indujeron a confundir su rol. El resultado es que ahora Urdangarin, además de defender un comportamiento oficialmente declarado inadecuado, carga con la función añadida de chivo expiatorio para salvar a la familia real.

De modo que es hora de reconocer que Urdangarin no es el problema, es el epifenómeno de un problema de mucho mayor calado. ¿Cuál es entonces la cuestión? La falta de regulación y transparencia en la familia real, que emana del principio constitucional del carácter irresponsable del Rey. Nadie puede ser irresponsable en democracia. Y el único hecho de pronunciar este atributo, por muy bien intencionadas que sean las razones que lo llevaron a la Constitución, equivale a lanzar un signo equívoco, que inevitablemente genera confusión en la misma familia real. Si a ello añadimos la legitimidad aristocrática como fundamento y los rituales de exaltación que acompañan las apariciones públicas de los miembros de la familia, es difícil que estos no tengan el sentimiento de estar por encima de la ciudadanía. Y cuando se adquiere esta conciencia, la sensación de impunidad acude fácilmente a la cita.

Estos días es frecuente la pregunta sobre si el caso Urdangarin afectará a la continuidad de la Monarquía. La Monarquía se justifica por su utilidad. Fue útil durante la Transición. Y es dudoso que ahora lo siga siendo. Sin embargo, la crisis salvará a la Monarquía. La ciudadanía está demasiado abrumada por las dificultades de la vida cotidiana y demasiado asustada por el discurso catastrofista con que se intenta neutralizarla, como para meterse ahora con otro problema más: una crisis constitucional para cambiar el modelo de Estado. Pero esto no impide decir que la Monarquía sale seriamente dañada de este episodio, como muestran las encuestas, porque el caso Urdangarin ha extendido la sombra de la duda sobre ella; que es imprescindible una mayor reglamentación de los comportamientos y de los límites de la familia real; y que el príncipe Felipe tendrá que convencer a la ciudadanía de que la Monarquía todavía sirve para algo.

La biografía del Rey Juan Carlos tiene todos los elementos para que un autor teatral reviva las tragedias clásicas. La accidental muerte de su hermano que le abrió el camino; los desencuentros con su padre, que tuvo que renunciar a sus derechos legítimos para que el entonces príncipe fuera aceptado por Franco; las trifulcas palaciegas durante la agonía del dictador; la entronización por la dictadura; la traición al régimen que le coronó, para abrir paso al régimen democrático; la caída en desgracia de su escogido, Adolfo Suárez; el episodio del 23-F, en el que la balanza acabó cayendo del lado bueno y el Rey apareció reforzado como garante de la democracia; las complicadas relaciones con los diferentes presidentes del Gobierno en un régimen con dos cabezas, la aristocrática y la democrática; y ahora los rumores de conspiraciones para arrancarle una abdicación en beneficio de su hijo. Todo ello compone un retablo propio de una institución muy arcaica. Tengo para mí que don Juan Carlos tiene claro que ha de reinar hasta el final: a rey muerto, rey puesto. Plantear la abdicación abriría un debate de consecuencias imprevisibles.

En estas circunstancias, el caso Urdangarin, en la fase otoñal del monarca de la Transición, inevitablemente dejará secuelas en el terreno abonado de las complicadas relaciones familiares, y habrá servido para la desmitificación de la institución a ojos de los ciudadanos. El objetivo principal para la Corona es, ahora, salvar a la Infanta. Con el mensaje implícito de que el problema son los sobrevenidos que no conocen las normas no escritas del comportamiento de la familia real. La Monarquía siempre se protege con criterios de sangre. Con lo cual a Urdangarin le toca pagar por sus responsabilidades y asumir el papel de chivo expiatorio para que no se extiendan las sombras. Hay quien dice que para las instituciones probablemente sería mejor que Urdangarin fuera condenado. Por lo menos se mantendría la ficción de que todos somos iguales ante la ley.

La Corona, ‘El País’ y el fin de Régimen / Pablo Sebastián

Muy mal deben de andar las cosa de Palacio cuando el diario El País se ve en la necesidad de arrancar en la portada de su edición del domingo un editorial titulado “El Caso Urdangarín y el futuro de la Monarquía”, en el que hace un dramático llamamiento en pro de la institución monárquica, diciendo que no se debe confundir la crítica que merece Urdangarin con un debate sobre el futuro de la Monarquía, que es a fin de cuentas lo que hace el editorial del diario -dramatizando la situación, hasta proponer un sistema de inmunidad o aforamiento para el Príncipe de Asturias-, el mismo periódico que por otra parte ha calentado, al igual que el resto de medios de comunicación (rosas, amarillos, azules y rojos) el caso Urdangarin que ahora pretende aislar o desinflar con campanudos llamamientos “responsables”.

Mal servicio le ha hecho a La Corona este editorial de El País que para colmo parece de encargo –aunque a la Casa Real le haya encantado y se lo hayan agradecido- porque viene a poner el dedo en la llaga de un estado de opinión, que luego describe mejor en las mismas páginas dominicales de El País (4, III, 2012) Josep Ramoneda en su artículo titulado “El invierno de la monarquía”, más realista que el untoso editorial con el que Juan Luis Cebrián, más que defender La Monarquía, parece defender así sus propios intereses revelando el creciente temor de los privilegiados del Régimen de poder nacido de la transición –pervertido por el abuso que de él hicieron gobernantesy poderosos- de que esa anómala situación podría estar llegando a su final y hacerse acreedora de una imparable reforma democrática y no solo del estatus de la Familia Real, como propone el editorial.

Pero ¿cómo puede sobrevivir, en la economía de mercado liberal y europea que habitamos, un grupo de comunicación como Prisa, con más de 3.000 millones de deuda y 451 millones de pérdidas anuales si no fuera por los descarados favores del “régimen” imperante de los “Caballeros de la cama redonda”? Ese tálamo incestuoso de poder donde retozan a diario los banqueros, grandes empresarios, editores, políticos, jueces y otros actores de este portentoso fin de fiesta nacional al que asistimos, en plena crisis económica, financiera y social (y por supuesto democrática y moral). Un final de carnavalesco donde, por causa de las vacas flacas, han quedado al desnudo los poderosos señores del baile del privilegio, desde donde todavía algunos se permiten llamamientos al orden, la autoridad y la responsabilidad. Eso sí, sin exigir previamente la ejemplaridad de los gobernantes, banqueros, grandes empresarios y altos representantes de las instituciones, como en el caso Urdangarin. O en los de la corrupción, el fraude fiscal y el despilfarro de los malos y abusadores gobernantes, y de todos esos que se van de rositas. E incluso en asuntos que afectan y mucho a la identidad y la cohesión nacional de España, que estos falsos patriotas y poderosos del Régimen desprecian, o consideran de menor cuantía como el acoso y la persecución del idioma castellano en Cataluña, donde por cierto han plasmado el nombre del Rey en una placa oficial como “Joan Carles I” ante la beatífica sonrisa del monarca y las carcajadas de los gobernantes del lugar.

Este país está destrozado por la crisis económica y social y eso es lo primero que tenemos que arreglar, pero tampoco debe ser la excusa para no analizar todas las causas del deterioro nacional que llega a las instituciones y a un sistema político que ni supo ni pudo controlar (por la ausencia de la separación de los poderes del Estado, de controles democráticos y de una mala ley electoral) a los malos y los corruptos gobernantes. Poniendo freno a esta Corte de los milagros que ahora se quiere reinventar –disfrazados de salvadores del orden institucional- y que mas bien debería de estar llegando a su necesario e imparable final. Y no deja de ser un sarcasmo que este diario El País, que ha encubierto y protegido durante años los catastróficos gobiernos de Zapatero que han llevado a España a semejante postración, se nos presente  ahora como el defensor a ultranza de la estabilidad nacional.