La financiación de los partidos políticos ha vuelto a ocupar las
primeras páginas de los medios italianos tras la dimisión a comienzos de
este mes de Umberto Bossi como líder de la Lega Nord. Todos los
indicios señalan que Bossi y su familia han estado disponiendo durante
años del dinero del partido de manera feudal para concederse un tren de
vida envidiable. El escándalo ha coincidido con la investigación
judicial del tesorero de la Lega –ya relevado- por su supuesta relación
con la 'Ndrangheta, la mafia calabresa, que habría contribuido a las arcas de la Lega para financiar sus campañas electorales.
La Lega se consolidó en el industrioso norte y centro de Italia, entre
otras cosas, gracias a su denuncia enfervorecida de las corruptelas y
los escándalos de los grandes partidos controlados desde sus sedes
centrales en Roma: su lema populista de la Roma ladra y centralista.
La actualidad política italiana viene a demostrar, una vez más, que
el régimen de Silvio Berlusconi fue en muchos aspectos –no sólo el
origen de algunos de los males actuales de la sociedad italiana- sino
también un síntoma de la morbosa decadencia de un sistema de partidos
políticos incapaz de instaurar algo parecido –siquiera en las formas,
como ocurre en otros países europeos- a un funcionamiento democrático
con un mínima dignidad representativa.
Si el tumor de la financiación –legal e ilegal- de los partidos
políticos se ha desarrollado en la mayoría de las democracias europeas
hasta alcanzar un tamaño preocupante y peligroso, en Italia el tumor
originario –condicionado en gran medida durante décadas por las
circunstancias de la Guerra Fría- hace lustros que se ha extendido en
una metástasis masiva que afecta a todos los partidos políticos sin
excepción.
Cuando se decidió reiniciar el sistema con la Segunda República,
a comienzos de la década de los años noventa del pasado siglo, parecía
que los viejos métodos se habían dejado atrás y que comenzaba un nuevo
período más prometedor y democrático. El escándalo de la red de corrupción, financiación ilegal y sobornos políticos –conocida como Tangentopoli-, y los procesos consiguientes llevados a cabo por la magistratura –el período de Mani pulite-
habían implosionado el sistema y se pensó, no sin razón, que la
contingencia histórica no dejaba otra opción que dar por clausurada la
Primera República. El sistema, en una típica reacción dramática del teatrino della política
italiana, representó su repulsa de los viejos tiempos incriminando a
sus villanos oficiales. Incluido el ex presidente socialista Bettino
Craxi, que sería declarado culpable por los tribunales en ausencia, tras
haber salido del país en 1994 rumbo a Túnez, país en el que terminaría
muriendo en el año 2000. Eran otros tiempos: ahora los políticos
–incluido Berlusconi- saben que el sistema les protege mucho más de sus
adversarios, sólo tienen que utilizar el sistema judicial y alargar los
procesos lo necesario para conseguir la prescripción.
La Segunda República se inauguró con la toma de algunas medidas necesarias. Se elaboró y fue aprobada en referemdun –año1993- una ley electoral
que trataba de ordenar las finanzas de los partidos, estableciendo las
aportaciones estatales y regulando las contribuciones privadas. Dicha
ley rigió los designios electorales italianos hasta que en 2005 fue sustituida por la llamada Ley Calderoli –uno
de los ministros del gobierno Berlusconi provenientes de la Lega Nord-.
La ley del 2005 –que no fue sometida a referéndum-, además de favorecer
las exigencias de la Lega y los intereses de Berlusconi para
perpeturarse en el poder, consolidó la falta de transparencia y la
relativa autonomía de los partidos a la hora de auditar sus cuentas
internas. La oposición criticó esta ley sobre todo por su rediseño de
circunscripciones electorales y el cálculo aritmético de la
representatividad del número de votos. Menos oposición, sin embargo,
tuvo por parte de la oposición el contenido legislativo que
regula el funcionamiento interno de los partidos respecto a las
subvenciones estatales y la financiación privada.
El cambio refrescante de la Segunda República, sin embargo, se inció
también con dos acontecimientos políticos que se demostrarían nefastos a
medio y largo plazo para la propia integridad del sistema político: la
eleccion de Silvio Berlusconi como primer ministro en 1994, aliándose
parlamentariamente con la secesionista y xenófoba Lega Nord comandada
por Umberto Bossi, conocido como el Senatùr. Ambos movimientos
políticos terminarían convergiendo en el último y catastrófico gobierno
Berlusconi y a día de hoy continúan representando la peor cara de la
política italiana: algo meritorio si consideramos la trayectoria en los
últimos años de los partidos más tradicionales como el Partido
Democrático (en teoría, un partido socialista), la difunta Margheritta o
la recauchutada Alianza Nacional, con neo fascismo de salón, encabezada
por Gianfranco Fini.
La caída del gobierno Berlusconi en 2011 habría podido significar un
acontecimiento propicio para reconstituir políticamente la Segunda
República, pero no fue así. El gobierno técnico liderado por
Mario Monti –ex comisario europeo y ex asesor de alto nivel para
Goldman Sachs- supone, entre otras cosas, que la política italiana de
partidos ha quedado relegada a un segundo plano por lo que se refiere a
su poder. En algunos sentidos, no se les puede reprochar, algo que
muchos italianos agradecen. Los partidos, sin embargo, continúan
ocupando las primeras páginas cuando se trata de poner de manifiesto su
consabida descomposición, su pérdida de legitimidad. Su fracaso, en
defenitiva, tanto político como organizativo.
¿En qué momento se encuentra la política de partidos italianos?
Difícil precisarlo. Cada escándalo de corrupción dentro de los partidos
legitima un poco más al gobierno no elegido en las urnas del sobrio professore Monti (nombrado, por cierto, senador vitalicio).
En el necesario debate sobre el saneamiento de los partidos se corre
el riesgo de tomar iniciativas contundentes y peligrosas, como podría
ser la retirada o la drástica reducción de la financiación pública de
los partidos: confundiendo la necesidad de reformas profundas con la necesidad de privatizarlos (aún más).
El temor de muchos es que, junto a esas medidas beneficiosas para
mejorar el rendimiento económico del país, se impongan también medidas
menos necesarias para los italianos, privados de la capacidad para
decidir –mediante el voto- si su gobierno les representa o no.
¿Y los medios de comunicación italianos? Aún conmocionados por los
años berlusconianos, también deberían afrontar un proceso de renovación
que, por el momento, no se ha iniciado. Aunque la situación es mucho
mejor que hace unos años –cuando hasta el diario La Reppubblica guardaba silencio-, todavía no se han conseguido la salud informativa que sería deseable.
Por suerte, Italia cuenta con personajes como el periodista turinés
Marco Travaglio, discípulo de Indro Montanelli –un referente ético para
el país durante décadas hasta su muerte en 2001-. La labor de Travaglio
en los últimos años tratando de informar sobre la descomposición
política de Italia tiene escasos equivalentes, tanto en Italia como en
otros países europeos que comparten –en distinta medida- muchos de los
males italianos. Desde las páginas del diario Il Fatto Quottidiano –fundado en 2009-, a través de sus libros de investigación y con sus editoriales semanales en el programma Servizio Pubblico –emitido a través de internet tras ser cancelado en Rai Due cuando se llamaba Annozero
por razones políticas, es decir, de censura-, Travaglio ha venido
retratando en las últimas décadas, con su retórica pausada e irónica,
las bambalinas del teatrino della política que otros medios se
conforman con reseñar desde el patio de butacas, contribuyendo –incluso
con sus puntuales críticas- a la perpetuación del espectáculo.
El pasado 19 de abril, en su editorial emitido en Servizio Pubblico –programa
dirigido por otro de los escasos referentes periodísticos italianos,
Michele Santoro-, Travaglio ofreció otro de esos soberbios ejemplos de
análisis político en los que la sucesión de datos y declaraciones de los
políticos italianos reflejan el esperpento de una realidad política
convaleciente de la larga enfermedad del berlusconismo. Aunque también
podría decirse que los síntomas del sistema político italiano no son los
propios de un convaleciente sino que, más bien, y por desgracia,
constituyen el cuadro clínico de un moribundo que ha experimentado un
leve mejoría tras cambiar de médico. Y que ahora, cuando el efecto
placebo del cambio de doctor ha pasado, vuelve a experimentar,
agravadas, todas las afecciones que parecía haber dejado atrás.
Mientras, el gobierno técnico –y sobrio- del técnico –y sobrio-
professore Monti continúa su labor de gestionar un país al margen de
las urnas. ¿Hasta cuándo? No se sabe. Tal vez hasta que los partidos
políticos italianos terminen de arder en la gran hoguera que ellos
mismos han encendido y las medidas económicas que los mercados exigen
se terminen de completar. Al fin y al cabo, ¿quién querría volver a
validar mediante el voto un sistema de partidos tan vulgar y corrupto?
Los exigentes mercados, sin duda, agradecen la sobriedad de
Monti. Muchos italianos, también, puesto que no es descartable que
Monti consigua introducir algunas reformas económicas y políticas necesarias que los partidos políticos no han sido capaces de tomar.
¿Estamos asistiendo a la –por descontado, sobria- labor de gobierno
del primer ejecutivo de una Tercera República Italiana no instaurada
oficialmente? Si esta supuesta Tercera República –de facto- ha iniciado
ya su andadura sin partidos políticos, ¿cómo continuará su historia?
(*) Editor de la versión en español de Foreign Policy