domingo, 22 de abril de 2012

La hoguera política italiana: ¿la Tercera República? / Lino González Veiguela *

La financiación de los partidos políticos ha vuelto a ocupar las primeras páginas de los medios italianos tras la dimisión a comienzos de este mes de Umberto Bossi como líder de la Lega Nord. Todos los indicios señalan que Bossi y su familia han estado disponiendo durante años del dinero del partido de manera feudal para concederse un tren de vida envidiable. El escándalo ha coincidido con la investigación judicial del tesorero de la Lega –ya relevado- por su supuesta relación con la 'Ndrangheta, la mafia calabresa, que habría contribuido a las arcas de la Lega para financiar sus campañas electorales. La Lega se consolidó en el industrioso norte y centro de Italia, entre otras cosas, gracias a su denuncia enfervorecida de las corruptelas y los escándalos de los grandes partidos controlados desde sus sedes centrales en Roma: su lema populista de la Roma ladra y centralista.

La actualidad política italiana viene a demostrar, una vez más, que el régimen de Silvio Berlusconi fue en muchos aspectos –no sólo el origen de algunos de los males actuales de la sociedad italiana- sino también un síntoma de la morbosa decadencia de un sistema de partidos políticos incapaz de instaurar algo parecido –siquiera en las formas, como ocurre en otros países europeos- a un funcionamiento democrático con un mínima dignidad representativa.

Si el tumor de la financiación –legal e ilegal- de los partidos políticos se ha desarrollado en la mayoría de las democracias europeas hasta alcanzar un tamaño preocupante y peligroso, en Italia el tumor originario –condicionado en gran medida durante décadas por las circunstancias de la Guerra Fría- hace lustros que se ha extendido en una metástasis masiva que afecta a todos los partidos políticos sin excepción.

Cuando se decidió reiniciar el sistema con la Segunda República, a comienzos de la década de los años noventa del pasado siglo, parecía que los viejos métodos se habían dejado atrás y que comenzaba un nuevo período más prometedor y democrático. El escándalo de la red de corrupción, financiación ilegal y sobornos políticos –conocida como Tangentopoli-, y los procesos consiguientes llevados a cabo por la magistratura –el período de Mani pulite- habían implosionado el sistema y se pensó, no sin razón, que la contingencia histórica no dejaba otra opción que dar por clausurada la Primera República. El sistema, en una típica reacción dramática del teatrino della política italiana, representó su repulsa de los viejos tiempos incriminando a sus villanos oficiales. Incluido el ex presidente socialista Bettino Craxi, que sería declarado culpable por los tribunales en ausencia, tras haber salido del país en 1994 rumbo a Túnez, país en el que terminaría muriendo en el año 2000. Eran otros tiempos: ahora los políticos –incluido Berlusconi- saben que el sistema les protege mucho más de sus adversarios, sólo tienen que utilizar el sistema judicial y alargar los procesos lo necesario para conseguir la prescripción.

La Segunda República se inauguró con la toma de algunas medidas necesarias. Se elaboró y fue aprobada en referemdun –año1993- una ley electoral que trataba de ordenar las finanzas de los partidos, estableciendo las aportaciones estatales y regulando las contribuciones privadas. Dicha ley rigió los designios electorales italianos hasta que en 2005 fue sustituida por la llamada Ley Calderoli –uno de los ministros del gobierno Berlusconi provenientes de la Lega Nord-. La ley del 2005 –que no fue sometida a referéndum-, además de favorecer las exigencias de la Lega y los intereses de Berlusconi para perpeturarse en el poder, consolidó la falta de transparencia y la relativa autonomía de los partidos a la hora de auditar sus cuentas internas. La oposición criticó esta ley sobre todo por su  rediseño de circunscripciones electorales y el cálculo aritmético de la representatividad del número de votos. Menos oposición, sin embargo, tuvo por parte de la oposición el contenido legislativo que regula el funcionamiento interno de los partidos respecto a las subvenciones estatales y la financiación privada.

El cambio refrescante de la Segunda República, sin embargo, se inció también con dos acontecimientos políticos que se demostrarían nefastos a medio y largo plazo para la propia integridad del sistema político: la eleccion de Silvio Berlusconi como primer ministro en 1994, aliándose parlamentariamente con la secesionista y xenófoba Lega Nord comandada por Umberto Bossi, conocido como el Senatùr. Ambos movimientos políticos terminarían convergiendo en el último y catastrófico gobierno Berlusconi y a día de hoy continúan representando la peor cara de la política italiana: algo meritorio si consideramos la trayectoria en los últimos años de los partidos más tradicionales como el Partido Democrático (en teoría, un partido socialista), la difunta Margheritta o la recauchutada Alianza Nacional, con neo fascismo de salón, encabezada por Gianfranco Fini.

La caída del gobierno Berlusconi en 2011 habría podido significar un acontecimiento propicio para reconstituir políticamente la Segunda República, pero no fue así. El gobierno técnico liderado por Mario Monti –ex comisario europeo y ex asesor de alto nivel para Goldman Sachs- supone, entre otras cosas, que la política italiana de partidos ha quedado relegada a un segundo plano por lo que se refiere a su poder. En algunos sentidos, no se les puede reprochar, algo que muchos italianos agradecen. Los partidos, sin embargo, continúan ocupando las primeras páginas cuando se trata de poner de manifiesto su consabida descomposición, su pérdida de legitimidad. Su fracaso, en defenitiva, tanto político como organizativo.

¿En qué momento se encuentra la política de partidos italianos? Difícil precisarlo. Cada escándalo de corrupción dentro de los partidos legitima un poco más al gobierno no elegido en las urnas del sobrio professore Monti (nombrado, por cierto, senador vitalicio).

En el necesario debate sobre el saneamiento de los partidos se corre el riesgo de tomar iniciativas contundentes y peligrosas, como podría ser la retirada o la drástica reducción de la financiación pública de los partidos: confundiendo la necesidad de reformas profundas con la necesidad de privatizarlos (aún más). El temor de muchos es que, junto a esas medidas beneficiosas para mejorar el rendimiento económico del país, se impongan también medidas menos necesarias para los italianos, privados de la capacidad para decidir –mediante el voto- si su gobierno les representa o no.

¿Y los medios de comunicación italianos? Aún conmocionados por los años berlusconianos, también deberían afrontar un proceso de renovación que, por el momento, no se ha iniciado. Aunque la situación es mucho mejor que hace unos años –cuando hasta el diario La Reppubblica guardaba silencio-, todavía no se han conseguido la salud informativa que sería deseable.

Por suerte, Italia cuenta con personajes como el periodista turinés Marco Travaglio, discípulo de Indro Montanelli –un referente ético para el país durante décadas hasta su muerte en 2001-. La labor de Travaglio en los últimos años tratando de informar sobre la descomposición política de Italia tiene escasos equivalentes, tanto en Italia como en otros países europeos que comparten –en distinta medida- muchos de los males italianos. Desde las páginas del diario Il Fatto Quottidiano –fundado en 2009-, a través de sus libros de investigación y con sus editoriales semanales en el programma Servizio Pubblico –emitido a través de internet tras ser cancelado en Rai Due cuando se llamaba Annozero por razones políticas, es decir, de censura-, Travaglio ha venido retratando en las últimas décadas, con su retórica pausada e irónica, las bambalinas del teatrino della política que otros medios se conforman con reseñar desde el patio de butacas, contribuyendo –incluso con sus puntuales críticas- a la perpetuación del espectáculo.

El pasado 19 de abril, en su editorial emitido en Servizio Pubblico –programa dirigido por otro de los escasos referentes periodísticos italianos, Michele Santoro-, Travaglio ofreció otro de esos soberbios ejemplos de análisis político en los que la sucesión de datos y declaraciones de los políticos italianos reflejan el esperpento de una realidad política convaleciente de la larga enfermedad del berlusconismo. Aunque también podría decirse que los síntomas del sistema político italiano no son los propios de un convaleciente sino que, más bien, y por desgracia, constituyen el cuadro clínico de un moribundo que ha experimentado un leve mejoría tras cambiar de médico. Y que ahora, cuando el efecto placebo del cambio de doctor ha pasado, vuelve a experimentar, agravadas, todas las afecciones que parecía haber dejado atrás.

Mientras, el gobierno técnico –y sobrio- del técnico –y sobrio- professore Monti continúa su labor de gestionar un país al margen de las urnas. ¿Hasta cuándo? No se sabe. Tal vez hasta que los partidos políticos italianos terminen de arder en la gran hoguera que ellos mismos han encendido y las medidas económicas que los mercados exigen se terminen de completar. Al fin y al cabo, ¿quién querría volver a validar mediante el voto un sistema de partidos tan vulgar y corrupto? Los exigentes mercados, sin duda, agradecen la sobriedad de Monti. Muchos italianos, también, puesto que no es descartable que Monti consigua introducir algunas reformas económicas y políticas necesarias que los partidos políticos no han sido capaces de tomar.

¿Estamos asistiendo a la –por descontado, sobria- labor de gobierno del primer ejecutivo de una Tercera República Italiana no instaurada oficialmente? Si esta supuesta Tercera República –de facto- ha iniciado ya su andadura sin partidos políticos, ¿cómo continuará su historia?

(*) Editor de la versión en español de Foreign Policy

El suicidio económico de Europa / Paul Krugman *

La semana pasada, The New York Times informaba de un fenómeno que parece extenderse cada vez más en Europa: los suicidios “por la crisis económica” de gente que se quita la vida desesperada por el desempleo y las quiebras de las empresas. Era una historia desgarradora, pero estoy seguro de que yo no era el único lector, especialmente entre los economistas, que se preguntaba si la historia principal no será tanto la de las personas como la de la aparente determinación de los líderes europeos de cometer un suicidio económico para el continente en su conjunto.

Hace solo unos meses albergaba algo de esperanza respecto a Europa. Es posible que recuerden que a finales del pasado otoño Europa parecía estar al borde de la crisis financiera, pero el Banco Central Europeo, homólogo europeo de la Reserva Federal estadounidense, acudió al rescate. Ofreció a los bancos europeos unas líneas de crédito indefinidas siempre que presentaran bonos de los Gobiernos europeos como garantía, lo que ayudó directamente a los bancos e indirectamente a los Gobiernos, y puso fin al pánico.

La cuestión por aquel entonces era saber si esta acción valiente y eficaz sería el inicio de un replanteamiento más amplio, y si los líderes europeos usarían el oxígeno que el banco había insuflado para reconsiderar las políticas que llevaron las cosas a un punto crítico en primer lugar.

Pero no lo hicieron. En vez de eso, persistieron en sus políticas y en sus ideas que no dieron resultados. Y cada vez resulta más difícil creer que algo les hará rectificar el rumbo. Ya no se puede hablar de recesión; España se encuentra en una depresión en toda regla.

Piensen en la situación en España, que actualmente es el epicentro de la crisis. Ya no se puede hablar de recesión; España se encuentra en una depresión en toda regla, con una tasa de desempleo total del 23,6%, comparable a la de EE UU en el peor momento de la Gran Depresión, y con una tasa de paro juvenil de más del 50%. Esto no puede seguir así, y el hecho de haber caído en la cuenta de ello es lo que está incrementando cada vez más los costes de financiación españoles.

En cierta forma, no importa realmente cómo ha llegado España a este punto, pero por si sirve de algo, la historia española no se parece en nada a las historias moralistas tan populares entre las autoridades europeas, especialmente en Alemania. España no era derrochadora desde un punto de vista fiscal; en los albores de la crisis tenía una deuda baja y superávit presupuestario. Desgraciadamente, también tenía una enorme burbuja inmobiliaria, que fue posible en gran medida gracias a los grandes préstamos de los bancos alemanes a sus homólogos españoles. Cuando la burbuja estalló, la economía española fue abandonada a su suerte. Los problemas fiscales españoles son una consecuencia de su depresión, no su causa.

Sin embargo, la receta que procede de Berlín y de Fráncfort es, lo han adivinado, una austeridad fiscal aún mayor.

Esto es, hablando sin rodeos, descabellado. Europa ha tenido varios años de experiencia con programas de austeridad rigurosos, y los resultados son exactamente lo que los estudiantes de historia les dirían que pasaría: semejantes programas sumen a las economías deprimidas en una depresión aún más profunda. Y como los inversores miran el estado de la economía de un país a la hora de valorar su capacidad de pagar la deuda, los programas de austeridad ni siquiera han funcionado como forma de reducir los costes de financiación.


Lo que es realmente inconcebible es mantener el rumbo actual e imponer una austeridad cada vez más rigurosa

¿Cuál es la alternativa? Bien, en la década de 1930 —una época cuyos detalles la Europa moderna está empezando a reproducir de forma cada vez más fiel— el requisito fundamental para la recuperación fue una salida del patrón oro. La medida equivalente ahora sería una salida del euro, y el restablecimiento de las monedas nacionales. Pueden decir que esto es inconcebible, y que sin duda alguna sería enormemente perjudicial tanto económica como políticamente. Pero lo que es realmente inconcebible es mantener el rumbo actual e imponer una austeridad cada vez más rigurosa a países que ya están sufriendo un desempleo de la época de la Depresión.

Por eso, si los líderes europeos quisieran realmente salvar al euro estarían buscando un rumbo alternativo. Y la forma de dicha alternativa es en realidad bastante clara. Europa necesita más políticas monetarias expansionistas, en forma de buena disposición —una buena disposición anunciada— por parte del Banco Central Europeo para aceptar una inflación algo más elevada; necesita más políticas fiscales expansionistas, en forma de presupuestos en Alemania que contrarresten la austeridad en España y en otros países en apuros de la periferia europea, en vez de reforzarla. Incluso con esas políticas, los países periféricos se enfrentarían a años de tiempos difíciles, pero al menos existiría alguna esperanza de recuperación.

Sin embargo, lo que estamos viendo en realidad es una falta de flexibilidad absoluta. En marzo, los líderes europeos firmaron un pacto fiscal que establece de hecho la austeridad fiscal como respuesta ante todos y cada uno de los problemas. Mientras tanto, los principales directivos del banco central insisten en recalcar la voluntad del banco de aumentar los tipos a la más mínima señal de una inflación más elevada.

Por eso resulta difícil evitar una sensación de desesperación. En vez de admitir que han estado equivocados, los líderes europeos parecen decididos a tirar su economía —y su sociedad— por un precipicio. Y el mundo entero pagará por ello.

(*) Premio Nobel de Economía 2008, es catedrático de la Universidad de Princeton