domingo, 2 de septiembre de 2012

El Estado de malestar / Manuel Castells *

Lo que estamos viviendo en el contexto de la crisis, en España y en el mundo, es la transición del Estado de bienestar al Estado de malestar. En la convención republicana de Estados Unidos, que tuvo lugar en Tampa esta semana, se aclamó un programa calcado del presupuesto que presento en el Congreso Paul Ryan, el líder más carismático de la derecha. Recortes presupuestarios a tope en las prestaciones sociales, reducción masiva de impuestos a los más adinerados y a las grandes empresas y mantenimiento de impuestos a los sectores medios y bajos. 

Así se supone que se reduce el déficit presupuestario (sobre todo por los recortes) y se estimula la inversión (porque se espera que los ricos inviertan con el dinero disponible en contra de la evidencia empírica de los últimos 20 años). Pero, ¿que más da? Ya se encuentran siempre economistas a sueldo para hacer una gráfica que justifique cualquier cosa. Se trata de quien tiene el poder de hacerlo. Los republicanos controlan la Cámara de Representantes, gracias a la ingenuidad de Obama. Y si Romney y Ryan llegan a la Casa Blanca, será el llorar y el crujir de dientes para la castigada sociedad estadounidense, con el apoyo de la mayoría de hombres blancos que son tan racistas como antigobierno por ideología. 

Lo mas espectacular es el proyecto de liquidación gradual de Medicare, el programa de salud pública de Estados Unidos destinado a los mayores. Puede imaginarse una política mas descarnadamente antisocial que retirar la cobertura de sanidad a los desprotegidos en su jubilación? Era impensable hace un tiempo, pero en tiempos de crisis todo es posible. Incluso el que una crisis financiera generada por los financieros desemboque en salvar a las instituciones financieras y recompensar a sus ejecutivos en salarios e impuestos para, en cambio, penalizar a los mas necesitados quitando elementos esenciales de su protección social.

Pero esto no es, como sabemos, sólo una cuestión de política estadounidense. La estrategia de Merkel y demás dirigentes europeos, con Rajoy jaleando para que salven al país, y a él de paso, no es diferente. Se trata de aprovechar el miedo de los ciudadanos para llegar al poder, hacer creer que hay que elegir entre austeridad y caos, y liquidar, con el apoyo de un empresariado de cortas miras, lo que era la clave de la sociedad europea: el Estado de bienestar

Es ahora o nunca. Hay que dejar de pagar a los parados porque en el fondo son jóvenes vagos sin respeto a la autoridad. A los pacientes porque consumen excesivos fármacos (y ¿cómo si no prosperarían las empresas farmacéuticas?). A los profesores que no se resignan a ser gestores de almacenamiento de niños en lugar de educadores. E incluso a estos funcionarios públicos exaltados como héroes de la sociedad, bomberos, policías y demás agentes de seguridad, malpagados, maltratados y obligados a veces a pegar a quienes con ellos se solidarizan.

Se argumenta que en tiempo de crisis no da para estos lujos. Olvidando que sólo se sale de la crisis con productividad y competitividad, lo cual requiere educación, investigación, servicios públicos eficientes. Las cuentas de la vieja de Rajoy no sirven para una economía moderna. El problema no es gastar más de lo que se ingresa sino gastarlo mal en lugar de invertirlo en recursos humanos y de emprendeduría que puedan acrecentar la economía real y generar más riqueza. Una estupidez recorre Europa: la idea de que el Estado del bienestar es excesivamente caro y además insostenible porque el envejecimiento de la población conlleva menos activos y muchos más dependientes y, además, más caros estos últimos porque no tienen la decencia de morirse cuanto toca. 

En el fondo se trata del triunfo de una mentalidad en que la vida es para producir y consumir y cuando ya no da más hay que eliminar el desecho o reducirles las prestaciones en consonancia con su irrelevancia. Pues, ¿saben qué? En términos estrictamente técnicos, no es así. El Estado de bienestar es la base de la productividad, además de la solidaridad social. En el libro que publique hace unos años con Pekka Himanen sobre el modelo finlandés mostramos cómo la productividad y competitividad de Finlandia, entre las más altas de Europa y superiores a la teutona, estaban basadas en la calidad del capital humano, de la educación, de las universidades, de la investigación. Y también de la salud publica (sin corpore sano no hay mens sana). De modo que hay un circulo virtuoso: el Estado del bienestar genera capital humano de calidad que genera productividad que permite financiar sobre bases no inflacionistas el Eestado del bienestar. Si se desconectan, se hunden los dos. 

Porque el tan cacareado desfase entre activos y pasivos olvida que en esa ratio entre el numerador de pasivos y el denominador de activos lo importante no es el número en sí sino cuánta productividad generan los activos para pagar por el costo de sostener a los pasivos. Si además las prestaciones sociales se realizan con un Estado de bienestar dinámico y apoyado en tecnologías de información, se abaratan costos. De modo que es sostenible a condición de generar productividad en la economía y disminuir ineficiencia (que no empleo) en el Estado mediante una modernización organizativa y tecnológica del sector público.

Pero hay algo aún más importante. El Estado de bienestar no fue un regalo de gobiernos o empresas. Resultó en el periodo 1930-1970 (según países) de potentes luchas sociales que consiguieron renegociar las condiciones del reparto de la riqueza. Y como resultado se estableció una paz social que permitió centrarse en producir, consumir, vivir y convivir.

Hoy día se están cuestionando las bases de esta convivencia. Mal cálculo para sus promotores. Porque la destrucción deliberada del Estado de bienestar conducirá a la entronización de un Estado de malestar de siniestros perfiles. Pero esto no acaba así. Nuevos movimientos se están gestando, uniendo indignados y sindicatos. Y de ahí puede surgir un nuevo Estado y un nuevo bienestar.


Otoño caliente / Ignacio Ramonet

Como si las vacaciones de verano fuesen un manto de olvido que disipase la brutalidad de la crisis, los medios de comunicación han tratado de distraernos con dosis masivas de embrutecimiento colectivo: Eurocopa de fútbol, Juegos Olímpicos, aventuras estivales de ‘famosos’, etc. Desean hacernos olvidar que una nueva andanada de recortes se avecina y que el segundo rescate de España será socialmente más lastimoso… Pero no lo han conseguido. Entre otras razones, porque los audaces aldabonazos de Juan Manuel Sánchez Gordillo y el Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) han roto el conjuro y mantenido la alerta social. El otoño será caliente.

En una conversación pública mantenida en agosto pasado (1) con el filósofo Zygmunt Bauman coincidíamos en la necesidad de romper con el pesimismo imperante en nuestra sociedad desengañada del modo tradicional de hacer política. Debemos dejar de ser sujetos individuales y aislados, y convertirnos en agentes del cambio, en activistas sociales interconectados. “Tenemos el deber de tomar el control de nuestras propias vidas –afirmó Bauman–. Vivimos un momento de grave incertidumbre donde el ciudadano no sabe realmente quién está al mando, y esto hace que perdamos la confianza en los políticos y en las instituciones tradicionales. El efecto en la población es una situación constante de miedo, de inseguridad… Los políticos sugestionan a los ciudadanos para que siempre tengan miedo, y así poder controlarlos, constreñir sus derechos y limitar las libertades individuales. Estamos en un momento muy peligroso, porque las consecuencias de todo esto afectan nuestra vida diaria: nos repiten que debemos tener seguridad en el trabajo, mantenerlo a pesar de las duras condiciones de empleo y de precariedad, porque así obtendremos dinero para poder gastar... El miedo es una forma de control social muy poderosa”.

Si el ciudadano ya no sabe quién está al mando es porque se ha producido una bifurcación entre poder y política. Hasta hace poco, política y poder se confundían. En una democracia, el candidato (o la candidata) que, por la vía política, conquistaba electoralmente el poder Ejecutivo, era el único que podía ejercerlo (o delegarlo) con toda legitimidad. Hoy, en la Europa neoliberal, ya no es así. El éxito electoral de un Presidente no le garantiza el ejercicio del poder real. Porque, por encima del mandatario político, se hallan (además de Berlín y Angela Merkel) dos supremos poderes no electos que aquél no controla y que le dictan su conducta: la tecnocracia europea y los mercados financieros.

Estas dos instancias imponen su agenda. Los eurócratas exigen obediencia ciega a los tratados y mecanismos europeos que son, genéticamente, neoliberales. Por su parte, los mercados sancionan cualquier indisciplina que se desvíe de la ortodoxia ultraliberal. De tal modo que, prisionero del cauce de esas dos rígidas riberas, el río de la política avanza obligatoriamente en dirección única sin apenas margen de maniobra. O sea: sin poder.

“Las instituciones políticas tradicionales son cada vez menos creíbles –dijo Zygmunt Bauman– porque no ayudan a solucionar los problemas en los que los ciudadanos se han visto envueltos de repente. Se ha producido un colapso entre las democracias (lo que la gente ha votado), y los dictados impuestos por los mercados, que engullen los derechos sociales de las personas, sus derechos fundamentales”.

Estamos asistiendo a la gran batalla del Mercado contra el Estado. Hemos llegado a un punto en que el Mercado, en su ambición totalitaria, quiere controlarlo todo: la economía, la política, la cultura, la sociedad, los individuos… Y ahora, asociado a los medios de comunicación de masas que funcionan como su aparato ideológico, el Mercado desea también desmantelar el edificio de los avances sociales, eso que llamamos: “Estado de bienestar”. 

Está en juego algo fundamental: la igualdad de oportunidades. Por ejemplo, se está privatizando (o sea: transfiriendo al mercado) de forma silenciosa la educación. Con los recortes, se va a crear una educación pública de bajo nivel en el que las condiciones de trabajo estructuralmente van a ser difíciles, tanto para los profesores como para los alumnos. La enseñanza pública va a ­tener cada vez más dificultades para favorecer la emegencia de jóvenes de origen humilde. En cambio, para las familias acomodadas, la enseñanza privada va a conocer seguramente un auge mayor. Se van a crear de nuevo unas categorías sociales privilegiadas que accederán a los puestos de mando del país. Y otras, de segunda categoría, que sólo tendrán acceso a los puestos de obediencia. Es intolerable.

En ese sentido, la crisis probablemente actúa como el shock, del que habla la socióloga Naomi Klein en su libro La Doctrina del shock (2): se utiliza el desastre económico para permitir que la agenda del neoliberalismo se realice. Se han creado mecanismos para tener vigiladas y bajo control a las democracias nacionales, para poder aplicar (como está pasando en España y pasó antes en Irlanda, Portugal o Grecia) feroces programas de ajuste vigilados por una ­nueva autoridad: la troika que ­forman el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo; unas instituciones no democráticas cuyos miembros no son elegidos por el pueblo. Instituciones que no representan a los ciudadanos. 

Y sin embargo, esas instituciones –con el apoyo de unos medios de comunicación de masas que obedecen a los intereses de grupos de presión económicos, financieros e industriales– son las encargadas de crear las herramientas de control que reducen la democracia a un teatro de sombras y de apariencias. Con la complicidad complaciente de los grandes partidos de gobierno. ¿Qué diferencia hay entre la ­política de recortes de Rodríguez Zapatero y la de Mariano Rajoy? Muy poca. Ambos se han ­inclinado servilmente ante los especuladores financieros y han obedecido ciegamente a las consignas eurocráticas. Ambos han liquidado la soberanía nacional. Ninguno de los dos tomó decisión política alguna para ponerle freno a la irracionalidad de los mercados. Ambos consideraron que, ante los dictados de Berlín y el ataque de los especuladores, la única solución consiste –a semblanza de un rito antiguo y cruel– en sacrificar a la población como si el tormento inflingido a las sociedades pudiera calmar la codicia de los mercados.

En semejante contexto, ¿tienen los ciudadanos la posibilidad de reconstruir la política y de regenerar la democracia? Sin duda. La protesta social no cesa de amplificarse. Y los movimientos sociales reivindicativos se van a multiplicar. Por ahora, la sociedad española aún cree que esta crisis es un accidente y que las cosas volverán pronto a ser como eran. Es un espejismo. Cuando tome conciencia de que eso no ocurrirá y de que estos ajustes no son “de crisis” sino que son estructurales, que ­vienen para quedarse definitivamente, entonces la protesta social alcanzará probablemente un nivel importante. 

¿Qué exigirán los protestatarios? Nuestro amigo Zygmunt Bauman lo tiene claro: “Debemos construir un nuevo sistema político que permita un nuevo modelo de vida y una nueva y verdadera democracia del pueblo”. ¿A qué esperamos?

(1) En el marco del Foro Social organizado en el seno del Festival Rototom Sunsplash en Benicàssim (Castellón) del 16 al 23 de agosto de 2012. www.rototomsunsplash.com/es
(2) Naomi Klein, La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, Paidós, Barcelona, 2007.