La otra, se conforma con atribuir la crisis a las motivaciones individuales de políticos (corruptos), empresarios (rentistas), sindicalistas (anquilosados), y así sucesivamente. Adoptar la primera posición obliga a abrir un debate que permita atribuir las responsabilidades de forma adecuada y diseñar los mecanismos e instituciones correctores. Adoptar la segunda significa consumirse en un debate estéril sobre los defectos de un supuesto carácter nacional que, al parecer, explicaría toda nuestra historia. La primera posición nos sacará de la crisis, la segunda nos hundirá aún más en ella. Y, sin embargo, a decir que lo que vemos y escuchamos, no parece en absoluto evidente que estemos embarcados en el camino del reformismo, sino más bien en el de la melancolía.
¿Por dónde comenzar el rearme? Dejando bien claro que esta crisis no
la explica el carácter nacional, los Austrias o la guerra de Cuba.
Estados Unidos también ha tenido una burbuja inmobiliaria que ha dejado
cientos de miles de trabajadores sin empleo y decenas de miles de casas
vacías, por no hablar de la captura de la política por parte del dinero,
que ha superado todas las cotas de obscenidad democrática. Suecia, que
sin duda representa una de las formas de vida más avanzadas de este
planeta, también tuvo que crear un banco malo, colocar allí los activos
tóxicos y sanear el sector financiero. Alemania, a quien parece que tan
sucesiva como esquizofrénicamente admiramos, envidiamos y odiamos,
tampoco se ha librado de la lacra de la corrupción, especialmente de la
mano de sus grandes empresas, del fraude fiscal entre los más adinerados
o de los ministros plagiadores de tesis doctorales. En el Reino Unido,
cuna de la democracia, la transparencia y el buen gobierno, los
diputados han demostrado ser unos caraduras capaces de pasar sus gastos
de jardinería a la Cámara de los Comunes mientras que la prensa amarilla
se ha hinchado a pisotear los derechos fundamentales de los ciudadanos
con escuchas telefónicas ilegales. ¡Vaya con el planeta anglosajón,
escandinavo y protestante!
¿Qué lecciones extraemos de todos estos casos? (además de que el
casticismo se cura con política comparada). Que las reglas del juego
importan más que las motivaciones individuales y la psicología
colectiva. Sean ángeles o demonios, les mueva el altruismo o el afán de
lucro, políticos, empresarios y ciudadanos basan sus decisiones en los
costes y beneficios que anticipan o sufren por esas acciones. La España
nacida de la Constitución de 1978 acometió transformaciones de enorme
calado que han alcanzado todos los ámbitos de la vida política,
económica y social. Desde fuera de España, muchos han observado con
admiración esos cambios y señalado con qué naturalidad los españoles han
hecho cosas que muy pocos países han sido capaces de hacer, y menos de
forma simultánea. Pocos países del mundo se han democratizado,
descentralizado y abierto al exterior de una manera tan profunda, tanto
en lo político como en lo económico en un periodo tan breve de tiempo.
En España, además de todo ello, se construía a la vez un Estado social
avanzado, con un sistema de pensiones, desempleo, sanidad y educación
pública de primera clase, se vertebraba el territorio y se ponía en
marcha un amplísimo marco de derechos y libertades personales.
Pese a la profundidad de la crisis actual, es indudable que este
sistema político nos ha dado los mejores años de la historia de España.
Cierto que los políticos de la transición y sus sucesores dejaron tareas
pendientes y cometieron errores de bulto pero, con todo, sus logros,
que son también los de la sociedad en su conjunto, son admirables. En
una sociedad abierta se parte del supuesto de que el conocimiento humano
es limitado y, por tanto, se acepta con naturalidad que las
instituciones deben cambiar en paralelo a cómo lo hacen las
circunstancias y las personas que las vieron crecer. Por eso, lo que
toca ahora es retomar el impulso reformista que ha inspirado estas
últimas tres décadas, no el pesimismo antropológico de los escritores de
la generación del 98 que algunos tan empeñados están en poner de
actualidad.
Todo ello requiere identificar cuidadosamente las reformas que se
quieren acometer. Y no se trata tanto de reformar radicalmente el
sistema electoral, que parece haberse convertido en el mantra que todo
lo explicaría, pues la experiencia comparada nos dice que sistemas
electorales distintos consiguen resultados muy iguales y al revés
(piénsese en Reino Unido y Dinamarca, que tienen Parlamentos que
funcionan y políticos responsables a pesar de tener uno un sistema
mayoritario y el otro uno proporcional), sino de retocarlo para corregir
algunos de sus defectos más señalados, como el excesivo número de
circunscripciones de muy pequeño tamaño, que provoca un efecto
mayoritario muy acusado.
Claramente, necesitamos una reforma política, pero más que tirarlo
todo abajo, se trataría de cambiar las estructuras de incentivos
existentes actualmente para: primero, forzar una mayor independencia de
los cargos electos y militantes frente a las cúpulas de sus partidos, lo
que podría lograrse condicionando las subvenciones públicas a los
partidos a la existencia de una verdadera democracia interna; segundo,
acometer la despolitización de la administración pública, lo que
requiere separar claramente las estructuras políticas y administrativas
que coexisten en la actualidad dentro de ella; tercero, lograr que el
Parlamento y sus comisiones se conviertan en el lugar donde
efectivamente se controle la acción de gobierno, no el lugar donde se
amplifique esa acción; cuarto, garantizar la independencia de las
instituciones y poderes de del Estado que tienen que controlar a los
políticos, lo que se puede lograr combinando mandatos largos o
vitalicios con renovaciones parciales; quinto, implantar el máximo de
transparencia en la gestión de lo público, de tal manera que los gastos y
contratos de cada administración pública pueda ser controlados de forma
efectiva y en tiempo real por cualquier ciudadano o institución; sexto,
completar el Estado autonómico con un sistema fiscal que,
independientemente de si lo llamamos federal o no, deje bien claro ante
los ciudadanos quién hace qué, con qué recursos se paga y, por tanto, a
quién han de pedir cuentas.
Entre otras cosas, esta crisis nos obliga a revisar las competencias y
recursos de los que disponen los tres niveles de gobierno que tenemos:
el europeo, el nacional y el autonómico. Unas competencias se
recentralizarán, otras se descentralizarán, otras se coordinarán con
mecanismos distintos y todas deberán financiarse de forma sostenible.
Ello requiere un debate y una negociación, que no ha de ser dramática ni
existencial. Incluso, si a pesar de ello, algunos quieren optar por la
independencia, es una opción legítima con la que, como muestran Canadá y
otras democracias, se puede convivir, eso sí, dentro de unas reglas del
juego y normas tan democráticas como esas mismas aspiraciones, no con
apelaciones a agravios históricos, las esencias o la identidad.
Las soluciones a todos los problemas que tiene España son, por
naturaleza, imperfectas e incompletas, difíciles de alcanzar, complejas
de mantener y requerirán ajustes posteriores. Pero hay, al menos, dos
razones para el optimismo: una, que su solución no exige el heroísmo ni
el sacrificio sino el concurso colectivo de todos y cada uno de
nosotros, cada uno en su ámbito de responsabilidad; dos, que los
problemas que nos acosan hoy no son, objetivamente, más difíciles que
aquellos que hemos resuelto en nuestro pasado más inmediato de forma
satisfactoria. Si España tiene solución es porque, afortunadamente, ya
no es el problema ni tiene un problema, sino, como todos los demás países de su entorno, muchos problemas a cuya solución dedicarnos.
(*) José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la UNED.