sábado, 24 de noviembre de 2012

Crítica marxista de la monarquía / Iñaki Gil de San Vicente *

1. PRESENTACIÓN
Las dificultades que ha tenido que superar la organización de este evento es una muestra más de la incompatibilidad entre democracia y monarquía. La organización de este evento ha sido obstaculizada sistemáticamente por los aparatos de Estado para impedir que se realizase el programa previsto. Gracias a su dedicación y a su voluntad podemos estar ahora aquí para, entre todas y todos, avanzar un poco más en la crítica radical del orden establecido, que es de lo que se trata.

El lema que nos convoca y nos unifica en nuestras reflexiones puestas a debate no es otro que el que surgió al instante en centenares de millones de seres humanos cuando vieron atónitos al rey español arremeter contra el presidente electo de Venezuela, Hugo Chávez. Aquél «¡¿Por qué no te callas y dejas hablar»?!, mitad mandato imperativo, mitad pregunta furiosa. Millones de personas, muchas de ellas «súbditos de Su Majestad» en el Estado español, quedaron boquiabiertas y sorprendidas por semejante retroceso a los peores tiempos del colonialismo ahora redivivo. Muy pocas, las reaccionarias y añorantes del derrotado imperio español, aplaudieron a rabiar.

El 11 de noviembre de 2007, el presidente de Venezuela, electo mediante un impoluto procedimiento democrático, estaba dirigiendo la palabra a otros presidentes, dignatarios y cancilleres latinoamericanos, y fue interrumpido bruscamente por un iracundo monarca español que le negó por unos segundos el ejercicio del elemental derecho a la libre expresión. Tamaño autoritarismo generó una fulminante reacción internacional de respuesta crítica, de denuncia por semejante arbitrariedad. Ahora, cinco años más tarde, nos encontramos aquí para debatir en esta Contra Cumbre diversos aspectos importantes que se derivan de aquella agresión verbal.

Fue precisamente en verano de 2007 cuando estalló oficialmente la crisis capitalista mundial. Desde entonces, estamos viviendo un áspero y creciente enfrentamiento social, se está agudizando la lucha de clases y la lucha de liberación de los pueblos oprimidos, pero también los ataques del capital contra la humanidad trabajadora se multiplican. El derecho a la libre palabra, a la libertad de expresión y de crítica, corre cada vez más peligro porque la verdad, que siempre es revolucionaria, está descubriendo las causas de las crisis, sus responsables, sus  beneficiarios, y a la vez sus consecuencias terribles, desastrosas, para las clases explotadas.

Siempre es peligroso decir la verdad, pero siempre es necesario decirla. La Contra Cumbre de 2012 tiene como objetivo decir la verdad sobre lo que significa la presente Cumbre Latinoamericana y, en concreto, en nuestro tema a debate, el de que no nos callarán, tenemos la voluntad y asumimos la necesidad, por tanto el deber ético, de decir la verdad sobre lo que se oculta debajo del comportamiento del rey de los españoles cuando intentó hacer callar al presidente  de Venezuela.

2. ACTUALIDAD DE LA CRÍTICA DEL MARX DE 1843
Todos sabemos que en una época tan temprana como 1843, Marx dedicó un capítulo entero en su Crítica de la filosofía del Estado de Hegel a «La Corona», en el que entre otras cosas sostuvo con su sincera radicalidad que: «El monarca es dentro del Estado el factor de la voluntad individual, de la autodeterminación infundada, del capricho». Capricho y monarquía: ¿nos sugieren algo estas palabras de 1843 en los momentos actuales, bajo una Constitución que en el título II, artículo 56, apartado 3, afirma que: «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65,2»? Por mucho que luego la Constitución determine algunos controles de la monarquía, la realidad es que nos encontramos ante un poder monárquico absoluto si lo comparamos con el de otras monarquías de la Europa actual. Capricho e irresponsabilidad, capricho e inviolabilidad.

La directa referencia a la identidad entre capricho y monarquía no es casual en Marx. De hecho la desarrolla y profundiza poco después, en la carta a Ruge de mayo de 1843, escribe:
«La monarquía no tiene otro principio que el hombre deshumanizado y despreciable (…) Allí donde el principio monárquico se halla en mayoría, los hombres se encuentran en minoría; donde se halla por encima de toda duda, no hay hombres. ¿Por qué un hombre como el rey de Prusia -que no tiene por qué sentirse problemático- no va a seguir simplemente su capricho? ¿Y qué pasará si lo hace? ¿Planes contradictorios? Bueno, pues no se hace nada. ¿Impotencia de las diversas orientaciones? Así como así no hay otra realidad política. ¿El ridículo y los apuros? No hay más que un ridículo y un apuro: tener que descender del trono. Mientras el capricho se halle en su sitio, tendrá razón. Ya puede ser tan voluble, atolondrado, despreciable como se quiera; siempre bastará para gobernar a un pueblo que nunca ha conocido otra ley que el arbitrio de sus reyes. Esto no quiere decir que un sistema descabellado y el desprestigio dentro y fuera carezcan de consecuencias, no seré yo quien garantice el barco de los locos; pero lo que si aseguro es: el rey de Prusia será un hombre de su tiempo, hasta que el mundo al revés deje de ser el mundo real».

Es innegable la actualidad de estas palabras de Marx simplemente imaginando que en vez del rey de Prusia se habla del rey de España, y en vez de «impotencia de las diversas orientaciones» se habla de la impotente sumisión filomonárquica de los partidos políticos supuestamente progresistas y hasta de «izquierdas», o sea, de la denominada muy correctamente «oposición de Su Majestad», y del ideario monárquico de la burguesía española. Los «caprichos» del rey son mundialmente famosos, y uno de ellos fue el exabrupto autoritario y filofascista con el que pretendió hacer callar al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en una reunión internacional en América Latina. Un presidente electo por mayoría probada en elecciones sin mancha alguna, electo democráticamente, y que pone su cargo a disposición del pueblo venezolano cada determinado tiempo, cosa que nunca ha hecho el rey de España, impuesto a perpetuidad. En este sentido, el exabrupto de Juan Carlos I contra Hugo Chávez era a la vez un ataque a la toda Venezuela, representada a sí misma en la persona de su presidente electo.

Ya que por capricho se entiende una acción o propósito vehemente, un antojo que se realiza sin razón aparente, de manera súbita, podría decirse que el fallido mandato autoritario del rey de España a Hugo Chávez no fue un capricho sino un acto decidido, meditado y pensado. Pero el problema es otro, es el de valorar realmente qué se entiende en la práctica política del rey lo que se define como «capricho». Dicho de otro modo, a un presidente de gobierno, o a un presidente de una república no se le permite ningún capricho porque está sujeto a la voluntad democrática expresada libremente en las elecciones, al menos así dice la propaganda burguesa. Incluso un pequeño tirano filofascista como Berlusconi, casi omnipotente, ha terminado dimitiendo y teniendo serios problemas con la justicia oficial, entre ellos algunos que pueden estar relacionados con supuestos «caprichos sexuales». Semejante comportamiento, sin embargo, era normal, cotidiano en las monarquías y poderes regios hasta no hace mucho, y todo indica que pueden seguir siéndolo pero bajo el silencio oficial.

Lo que debemos estudiar es la pervivencia política medieval y esclavista de la impunidad del rey, de su inviolabilidad e irresponsabilidad legal, aunque se nombren algunos tímidos controles. Impunidad unas veces disfrazada de capricho, otra de excentricidad, o de afición personal al deporte selecto, a la caza, al esquí, y hasta de «exceso de hombría».  Precisamente esta es la cuestión a debate, la que emergió abiertamente en la interrupción de la plática del presidente venezolano, Hugo Chávez, por el rey de España: ¿Qué mensaje primitivo, duro y cortante pervive incluso ahora en el abuso de poder del monarca español? ¿Qué continuidad de símbolos de poder arcaico se materializó en el gesto y en la voz monárquica española contra Venezuela? ¿Por qué aquella arbitrariedad real fue sentida como un insulto, un desprecio insoportable por millones de seres humanos, que no sólo por los y las venezolanas?

Entendemos mejor lo que estoy preguntamos si avanzamos un poco en el tiempo y analizamos el demoledor efecto desprestigitador que tuvo en la ya muy debilitada legitimidad de la monarquía española aquella terrible foto del rey matando elefantes, de cacería en África mientras la crisis empobrece hasta la miseria a millones de sus «súbditos», mientras la corrupción de miembros de la Familia Real amenaza con destapar un olla podrida. Millones de «súbditos» comprendieron al instante lo anacrónico e injusto de la monarquía, de cualquiera, lo insoportable ética y políticamente de una estructura oprobiosa, dilapidadora e inaccesible e indiferente a la razón crítica, democrática. 

3. POLÍTICA BURGUESA Y DERECHO AL TIRANICIDIO
Pues bien, en la historia de las ideas políticas, de la llamada filosofía política, o recientemente teoría política, el problema de la deslegitimación del rey por sus caprichosos abusos es uno de los más tratados; además, lo es en su extrema y decisiva profundidad, la de plantearse la cuestión del derecho a la resistencia a los abusos y caprichos del poder en general, y del monarca en nuestro caso, o de la oligarquía o tiranía establecida, u otra forma de gobierno como la democrática de la Grecia clásica ya en decadencia. No voy a extenderme en las reflexiones de Platón sobre el derecho a la resistencia a la tiranía, que siempre han de recordarse precisamente por venir de un reaccionario de tomo y lomo, padre espiritual de una fecunda estirpe reaccionaria que hoy campea a sus anchas incrustada en el imperialismo. Tampoco voy a hablar de la doctrina católica sobre la resistencia al poder injusto, ya sistematizada en el siglo IV-V por Isidoro de Sevilla, entre otros, y enriquecida por Tomás de Aquino en el XIII y en el XVI-XVII por el padre Juan de Mariana, por citar algunos exponentes.

Lo que recorre a esta doctrina es la supeditación del monarca a Dios, a la ley divina, que cuando es atacada manifiesta y reiteradamente por el monarca da a otros poderes inferiores, que apenas al pueblo explotado, el derecho a intervenir corrigiendo los abusos y caprichos, o en caso extremo a deponer al rey y a «hacer justicia». Pero no nos hagamos ilusiones demasiado pronto, exceptuando movimientos heréticos radicales, siempre perseguidos a  muerte por el poder civil y eclesiástico, que eran uno solo en la práctica, la «voluntad de Dios» prohibió bajo pena de excomunión que el pueblo explotado utilizase la mortífera, barata y democrática ballesta, porque con ella podía vencer a las acorazados caballeros feudales, expropiarles sus tierras -muchas de ellas de la Iglesia- y hacerlas comunes, colectivas, o repartirlas entre las familias más necesitadas. La ballesta era un arma democrática por excelencia, fácil de hacer y de usar, pero demasiado efectiva por su alto poder de perforación. La «voluntad de Dios» fue comunicada a las clases explotadas en el segundo Concilio de Letrán, en 1139: los explotadores podían seguir tranquilos con sus caprichos, entre ellos el de derecho de pernada, porque las clases explotadas tenían prohibido el derecho a usar ballestas, lo que les volvía inofensivas e inoperantes. ¿De qué sirve, en estas condiciones, el derecho a la resistencia al tirano si se te impone el desarme?

Pero las masas campesinas insurrectas, las naciones oprimidas como la checa y su movimiento husita, los albigenses y cátaros, los anabaptistas y munzerianos, y los príncipes y Estados protestantes, calvinistas y luteranos, estos y otros movimientos complejos y contradictorios entre sí, incluso enemigos a muerte por representar intereses opresores y oprimidos, no respetaron la versión católica de la «voluntad de Dios», sino que crearon sus propios derechos a la rebelión contra la monarquía tiránica y contra Roma, justificados por interpretaciones exclusivas y excluyentes del mismo dogma religioso. Maravillosa dialéctica esta que llegó a plasmarse en el radical «movimiento antiabsolutista» que afirmaba en los siglos XVI y XVII que el absolutismo negaba la libertad humana creada por Dios, por lo que éstos tenían el derecho a la resistencia al  monarca, movimiento que influyó en autores fundamentales como Althusius.

Deberemos esperar a que, coincidiendo en el tiempo pero no en la mentalidad ni en el objetivo social con el padre Mariana, irrumpiera la teoría de Maquiavelo explicando el derecho del pueblo a sublevarse contra el Príncipe cuando este incumpliese las leyes de respeto y buen gobierno. Maquiavelo era demasiado inteligente y crítico, demasiado peligroso para el poder, y fue apartado de la vida pública y torturado. Surgió entonces Bodin para matizar, recortar y acomodar en pleno siglo XVII el derecho de resistencia a los intereses de la monarquía, en un período sangriento al extremos por las guerras hugonotes en el reino de Francia, por ejemplo, sin hablar ya de las «civilizadas atrocidades» europeas en América y en África, Pero aún así Bodin no se atreve a negar el derecho a la rebelión, aunque intenta encorsetarlo y reducirlo a su mínima pero factible posibilidad.

Hemos hablado de Althusius, que murió a comienzos del siglo XVII, que militó políticamente en defensa de los derechos del pueblo calvinista a resistirse a las imposiciones católicas. Pero ni incluso Althusius da plena libertad al pueblo explotado para decidir él mismo cuando y cómo ha de resistirse sino que como todos los pensadores anteriores, intenta mediatizarlo con vericuetos legalistas puestos en manos poderes que deben decidir si se practica ese derecho o no, y cómo se ejerce, hasta qué punto de radicalidad. Naturalmente, las masas europeas explotadas, los pueblos aplastados por el naciente colonialismo europeo, tenían la descortesía de no prestar oídos a Althusius y demás intelectuales. Podríamos extendernos a otros autores como Pufendorf, también de esa época, que si bien admiten y argumentan el derecho a la resistencia al monarca, lo limitan de diversos modos; pero lo decisivo es que, como hemos dicho, las clases explotadas actuaban frecuentemente aplicando su visión empírica de la resistencia como necesidad. Tal fue el caso de la Guerra de los Ochenta Años, de 1568 a 1648, guerra de liberación nacional y de clase burguesa del pueblo holandés contra la ocupación imperial española que aplicaba métodos atroces y brutales. Pero al democracia holandesa, orgullo de la civilización del capital, también se asentó en la represión de sus movimientos radicales, marginándolos y reforzando el orden burgués.

Muy significativamente, fue esta guerra la que marcó el nacimiento del capitalismo, tema en el que ahora no podemos extendernos, cuando Hobbes (1588-1679) se convirtió en el defensor más acérrimo del poder absoluto del soberano, del Estado, negando abiertamente el derecho a la rebelión contra la injusticia y defendiendo la obligación del acatamiento de las leyes por injustas que fueran. Mientras que Hobbes exigía la obediencia ciega, en su Inglaterra la burguesía comenzaba otro largo proceso de revoluciones violentas al negarse a pagar impuestos en 1639 y 1640, degollando nobles y reyes, pero también a miles de católicos  irlandeses, llevando al poder al republicano Cromwell en 1649, que implantó un régimen democrático para la burguesía pero dictatorial para las fuerzas reaccionarias, régimen decisivo para asentar lo que luego sería el imperio británico. Pero ese régimen democrático burgués también y sobre todo fue represor y reaccionario, dictatorial, contra sus bases populares radicalizadas, contra los pequeños campesinos y artesanos libres, contra la empobrecida pequeña burguesía que querían repartir o colectivizar las tierras y los bienes de la nobleza vencida. Cromwell los aplastó, como poco antes lo había hecho la burguesía holandesa revolucionaria con los artesanos y campesino radicales. Las convulsiones sociales continuaron hasta que en 1688-1689, mediante la Gloriosa Revolución, se afianzó definitivamente el poder formado por la alianza entre la burguesía en ascenso y la fracción más lúcida de la nobleza terrateniente.

Durante estos años decisivos en los que nació la civilización del capital, ninguna fuerza progresista siguió los consejos de Hobbes, pero sí los argumentos diferentes de Spinoza (1631-1677) y Locke (1633-1704) sobre el derecho a la resistencia. Spinoza fue bastantes más progresista en el sentido histórico que Locke, y por eso fue expulsado de la cofradía judía al ser acusado de hereje, mientras que Locke teorizó el derecho de la burguesía a defender su propiedad privada contra los abusos y caprichos del monarca. El capitalismo de la época no se enfrentaba aún a una clase trabajadora fuerte y cohesionada, como empezaría a  ocurrir desde finales del siglo XVIII en Inglaterra y sobre todo desde 1830-1848 en el resto de Europa, por lo que todavía dominaba abrumadoramente el derecho burgués a la rebelión contra la monarquía absolutista y tardomedieval.

Pero el derecho burgués a la rebelión contra la tiranía se limitaba a la esfera política, y siempre a la política dominante. Las masas quedaban excluidas, pero a la vez quedaba excluida una parte elemental del derecho a la resistencia, me refiero al derecho a la resistencia intelectual, a la libertad de crítica intelectual. La Inquisición católica era el terrorismo institucionalizado, pero también eran terroristas las versiones luteranas y protestantes del cristianismo.  El caso de Meslier (1664-1729), o cura ateo, es paradigmático ya que no sólo revela cómo y en qué condiciones de clandestinidad debía ejercitarse el derecho a la rebelión intelectual, sino también muestra el colaboracionismo con el poder opresor de lo más florido de la casta intelectual, como el caso de Voltaire (1694-1778)  quién en 1762 laminó el ateísmo materialista de Meslier, amputando su esencia revolucionaria y convirtiéndolo en una simple opinión discordante y algo incómoda, pero nada más. Voltaire, tenido como el summun del librepensamiento, fue en realidad el escribano progre del absolutismo tardofeudal.

Meslier se atrevió a argumentar la irreprochable lógica atea tal como se entendía a Dios en aquel tiempo. Aunque hoy su ateísmo debe ser contextualizado y enriquecido, es innegable que tenía y sigue teniendo razón en el punto crítico que latía en el ateísmo de su época: si Dios no existe ¿de dónde viene la legitimidad del rey? Si Dios es una mentira de los ricos, de los poderosos para engañar a los explotados y exprimirles pacíficamente hasta la última gota de sudor y de aliento, ¿qué otra cosa es la monarquía sino un engaño para beneficiar a los poderosos e idiotizar a los explotados? La carga revolucionaria de este ateísmo es obvia. Hay que partir de aquí para comprender el debate que se mantuvo entre grupos ateos clandestinos y el poder intelectual: Voltaire dijo que «si Dios no existiera habría que inventarlo», a lo que los ateos clandestinos respondieron: «Si Dios existiera habría que ejecutarlo».

En realidad, este ateísmo argumentaba indirectamente la ejecución del monarca simbolizada en la ejecución de Dios. El derecho de rebelión intelectual como anuncio de la rebelión física.  Pero el problema era más profundo y, sobre todo, era directamente político. Fue Diderot (1713-1784) quien puso el dedo en la llaga al afirmar que «el hombre sólo será libre cuando el último rey sea ahorcado con las tripas del último sacerdote». Diderot sabía que la Iglesia era  un poder terrenal decisivo para la supervivencia de la monarquía, pero su crítica no llegaba a las profundidades de la alienación y de la deshumanización unidas a la propiedad burguesa, sino que se quedaba a media distancia, la de las conexiones entre la Iglesia y el rey, por un lado, y la libertad abstracta del ser humano por otro lado.

A pesar de esta limitación, era una denuncia radical en su época que, como hemos dicho, puso el dedo en la llaga: la libertad humana no podría conquistarse sin acabar con la monarquía y con la Iglesia. El derecho a la resistencia se transformaba con Diderot en necesidad de la resistencia, o más concretamente, necesidad del tiranicidio, de la ejecución del tirano en cualquiera de sus formas, fuera rey o sacerdote. Al dar el salto del derecho a la necesidad, Diderot abría la puerta para la posterior llegada del derecho socialista a la rebelión, es decir, de la necesidad de la revolución proletaria como materialización práctica de tal derecho, como luego veremos al estudiar a Engels.

Rousseau (1712-1778) fue el máximo exponente de los años de gloria del derecho burgués en su versión reformista, pero también anunciaba en sus ambigüedades y lagunas los límites sociales e históricos insalvables que contradecían ese derecho y lo enfrentaban cada vez más al auge de la clase obrera que practicaba su específico derecho a la rebelión, un derecho que llegaría a ser socialista. También laten en Rousseau las contradicciones crecientes entre el derecho burgués europeo, eurooccidental, y el derecho a la resistencia no escrito apenas, oral, pero masivo en su aplicación desesperada de los pueblos americanos, africanos y asiáticos. En Rousseau y en muchas de las utopías de la época el «buen salvaje» apenas cuadraba con la realidad de la explotación colonial, pero tampoco con la realidad de la explotación interna entre las naciones que ahora llamados «originarias», y menos con la inhumana práctica de la esclavitud.

4. EXPLENDOR DE LA REVOLUCIÓN BURGUESA ANTIMONÁRQUICA
El punto álgido, supremo, del derecho burgués a la rebelión se produjo en el último tercio del siglo XVIII, con las revoluciones norteamericana y francesa. En la primera, se reconoce explícitamente ese derecho recogido en la declaración de independencia estadounidense en 1776, «la ley natural le enseña a la gente que el pueblo está dotado por el creador de ciertos derechos inalienables y puede alterar o abolir un gobierno que destruya esos derechos». En la segunda, en la francesa, «el fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescindibles del hombre. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión», en el artículo 2 de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano del 26 de agosto de 1789, derecho vuelto a reafirmarse en 1793 con esta otra declaración: «Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo la insurrección es para el pueblo, y para cada porción del pueblo, el más sagrado de sus derechos y el más indispensable de sus deberes». Por falta de tiempo, no voy a citar a los ideólogos franceses y yanquis que alimentaron intelectualmente a ambas revoluciones burguesas.

Eran derechos burgueses que se negaron al pueblo trabajador, a las mujeres y a las naciones oprimidas esclavizadas o no, en cuanto empezaron a exigir con sus acciones su derecho a la justicia, a la libertad, a la no explotación. Tanto en Estados Unidos como en el Estado francés, la burguesía victoriosa no dudó en lanzar sus ejércitos para reprimir a quienes habían sido las verdaderas fuerzas revolucionarias que les habían aupado al poder con sus sacrificios y sus vidas. Del mismo modo, en Gran Bretaña de la misma época, la burguesía que había derrocado reyes y peleado a muerte con el feudalismo católico, no dudó en masacrar al movimiento obrero nacido de la primera industrialización, al que negó todo derecho a la resistencia, e impuso el deber supremo de la obediencia pasiva, del mismo modo en que Cromwell había reprimido al ala revolucionaria del ejército republicano, como hemos visto.

En cuanto la burguesía tomaba el poder político, material, comenzaba a girar a la derecha su poder intelectual, cultural. La revolución en Haití, feroz y larga, de 1791 a 1804, fue un hecho de transcendencia mundial porque además de ser esta isla la primera productora de azúcar también fue la primera revolución antiesclavista e internacionalista por esencia, sin cuya ayuda masiva en armas y dinero al ejército de Bolívar se hubiera retrasado mucho la independencia latinoamericana a la que todavía no le han perdonado su atrevimiento. Por ello los Estados se lanzaron con odio genocida contra esta heroica isla revolucionaria. La revolución haitiana, junto a la francesa, marcó el inicio del giro contrarrevolucionario del pensamiento burgués en todos los aspectos. No voy a extenderme en los ideólogos monárquicos franceses e ingleses de la época, ni tampoco en la segunda oleada de conservadurismo contrarrevolucionario, la que llega a su máxima expresión ideológica en la década de 1840-1850.

Para el tema que tratamos, el de la respuesta social a los abusos caprichosos de la monarquía irresponsable, nos interesa más dejar constancia del giro derechista de la filosofía política alemana en dos de sus grandes teóricos, Kant y Fichte, y de las dificultades de un Hegel que no podía resolver la contradicción que minaba su dialéctica idealista. Es importante detenernos rápidamente en la «escuela alemana» porque buena parte de los argumentos políticos posteriores anclan en sus ambivalencias y tesis. Por ejemplo, Kant (1724-1804) estaba muy cerca de las tesis de Hobbes, rechazando como este el derecho a la resistencia, pero matizando en una crítica suave a Hobbes que el deber de la obediencia al Príncipe no anula todos los derechos del pueblo, sino afirmando que debían existir cauces pacíficos de expresión del pueblo. Fichte (1762-1814) comenzó defendiendo el derecho a la rebelión pero impresionado por la violencia impactante de las revoluciones de finales del siglo XVIII, de las guerras napoleónicas y de otros conflictos, terminó derivando hacia un neoplatonismo que justificaba la necesidad del «gobierno de los mejores» sobre el pueblo llano, y absteniéndose él mismo, Fichte, de dar alternativas concretas al problema de la opresión.

Hegel (1770-1831) vivió y pensó siempre dentro de contradicciones: daba clases a cargo del Estado pero era vigilado por la policía secreta por sus ideas; pensaba la dialéctica como lucha de contrarios, pero la reducía a la lucha interna en la Idea Absoluta; era idealista pero con un poso de materialismo no reconocido; estudiaba el cambio permanente en el mundo entero, pero desde una visión de realización definitiva de la Idea en la cultura alemana, etc. Su visión de la violencia legítima contra la tiranía también es contradictoria porque todo su método dialéctico le lleva a afirmar la inevitabilidad del choque de contrarios, del salto cualitativo mediante la negación de la negación, es decir, mediante la ruptura revolucionaria, pero reduce esta dialéctica a su aspecto idealista, abstracto, formal. Las revoluciones estallan así en la Idea como efecto de las contradicciones del sistema político, pero no estallan en la realidad, o si lo pensó no lo escribió ¿por miedo?

Hegel no vivió la fase de súbita radicalización de las masas trabajadoras entre 1830 y 1848, por lo que no pudo disponer de las nuevas «expresiones del Espíritu» que tumbaron todas las certidumbres burguesas y forzaron a los ideólogos de esta clase a realizar la segunda oleada de filosofía política contrarrevolucionaria, a la que nos hemos referido arriba. Pero es sabido que el pensamiento y la inteligencia humana viven gracias a las contradicciones, alimentándose de ellas y dentro de ellas, de modo que fueron las limitaciones de Hegel, más otros conocimientos sociopolíticos, económicos, históricos, científicos, etc., lo que ayudaron a la aparición del marxismo y del derecho socialista a la rebelión, irreconciliable con el derecho burgués. Antes de que Marx escribiera el demoledor ataque a la monarquía, Buonarroti (1761-1837), Babeuf (1760-1797) y Blanqui (1805-1881), por citar unos pocos, ya practicaban en Europa el derecho a la resistencia desde perspectivas políticas situadas a la izquierda del socialismo utópico. Me limito al marco europeo porque sería alargar en exceso mi intervención si enumerase la impresionante lista de personas buenas, dignas y heroicas que en el mundo entero luchaban contra la injusticia en general y contra el colonialismo occidental en concreto.

5. ACTUALIDAD DE LA CRÍTICA DE ENGELS DE 1845 Y 1884
Tras este repaso sucinto de las reflexiones de la teoría política sobre cómo controlar, frenar o sencillamente enfrentarse a las arbitrariedades del rey, podemos volver al Marx de 1843 y a su devastadora crítica de cualquier monarquía, de la institución en cuanto tal, aunque él se volcase contra la prusiana. La crítica marxista va al corazón del problema, a su esencia que no es otra que la deshumanización inherente a todo régimen monárquico. Y después, sobre esta base, plantea reflexiones políticas. En 1845 Engels escribió su imprescindible investigación sobre La situación de la clase obrera en Inglaterra, obra en la que no critica en concreto a la monarquía británica pero en la que, por un lado, se afirma que en aquel entonces la lucha por la democracia significaba la lucha por el comunismo y, por otro lado,  está siempre presente el derecho de la clase trabajadora a la resistencia contra la burguesía monárquica. Tras una larga exposición de luchas y experiencias organizativas, afirma: «Estos hechos son prueba suficiente de que en Inglaterra, inclusive en períodos de negocios fluidos como a fines de 1843, la guerra social está declarada y se lleva a cabo abiertamente».

En una monarquía industrializada y con «controles democráticos y parlamentarios» burgueses, el derecho socialista a la resistencia se expresa mediante la «guerra social» declarada y abierta incluso en períodos de expansión económica. Que se trata de una «guerra social» vuelve a quedar patente cuando más adelante Engels analiza la «declaración bélica» de la burguesía contra el proletariado, consistente en el malthusianismo y en la nueva ley de pobres. Ahora existe la moda intelectual de hablar de la «biopolítica» y del «biopoder», pues bien toda la obra de Engels aquí citada es un impresionante compendio teórico de ambas cosas, pero escrito con mucha antelación. Del mismo modo, y para ir concluyendo este apartado, vamos a citar al tardío Engels también sobre el problema de las leyes monárquicas antisocialistas y la prohibición explícita del derecho a la resistencia, o lo que es lo mismo, del derecho a la revolución. Me refiero a la muy actual carta de Engels a Bebel del 18 de noviembre de 1884, en la que el viejo revolucionario rechaza sin contemplaciones la exigencia del Estado prusiano de que los socialistas, y sólo ellos, renuncien al derecho a la revolución, a la rebelión, para ser legalizados.

Así,  en 1843 Marx ataca a la monarquía por su inhumanidad; en 1845 Engels, estudiando la explotación humana en un Estado monárquico afirma que la democracia significa el comunismo y la práctica de la «guerra social», de la resistencia; y por último, en 1884, Engels se opone frontalmente a que se renuncie al derecho a la rebelión para que el partido socialista sea legalizado por un Estado monárquico. Sin mayores análisis ahora descubrimos una nítida línea roja que une 1843 y 1884 que se enfrenta en lo elemental a la crítica burguesa: el derecho socialista a deponer al rey, derecho que en determinado momento se transforma en necesidad por la dialéctica de la lucha de clases. Aquí está la esencia de la crítica marxista a toda monarquía: hay que acabar con ella para afirmar prácticamente la humanidad humana.

La diferencia cualitativa entre el derecho burgués a la resistencia al tirano, el que fuera, y el derecho socialista a la revolución radica en que el socialismo pone en el centro del problema la cuestión de la propiedad privada de las fuerzas productivas, siendo la tiranía, el rey, la opresión, la Iglesia, meros efectos de las contradicciones sociales desatadas por la propiedad burguesa. En 1843 Marx no había descubierto aún la teoría de la plusvalía, la ley del valor-trabajo, etcétera, y no había desarrollado la crítica del fetichismo de la mercancía, pero la insistencia en la deshumanización inherente a la monarquía y/o al Estado, que viene a ser lo mismo en ese contexto, se mantendrá como elementos constante en todo el marxismo.

La propiedad burguesa, en su desenvolvimiento social, impone la deshumanización, la alienación, la fetichización, la cosificación. Todas ellas, sin extendernos ahora en el tema, son características de la mentalidad monárquica dentro del capitalismo. Del mismo modo que el patriarcado precapitalista tuvo que transformarse en sistema patriarco-burgués para servir con eficacia al capital, como antes se había transformado para servir al feudalismo y al esclavismo y en parte al modo tributario, del mismo modo la monarquía fue transformada al sistema capitalista primero en la revolución holandesa y después en la revolución inglesa tras la muerte de Cromwell y sobre todo desde 1688-1689.

Aunque es innegable que la monarquía capitalista mantiene rituales, ceremonias y pompas idénticas en la parafernalia suntuosa y ostentosa a las que se realizaban en los imperios persa, chino, etc., con sus actos de sumisión y acatamiento al poder real, siendo esto así, sin embargo la monarquía capitalista se diferencia cualitativamente de todas las anteriores en que ahora la propiedad privada, la burguesa, está en sí, legalmente, fuera de la propiedad real, de la Casa Real, de modo que el rey, por muy poderoso que fuere, no puede apropiarse a su antojo, capricho y libre arbitrio o cumplimiento trámites muy simples, de las propiedades de otros burgueses. 

Una vez que se impone la propiedad burguesa, el problema del derecho a la rebelión contra la tinaría monárquica sufre un cambio cualitativo porque la monarquía pasa de ser el problema crucial a superar, como sucedía en el feudalismo, a ser una simple cuestión de eficacia gubernativa, es decir, de eficacia para la explotación asalariada. Si la forma-monarquía deja de ser efectiva para el capital, la burguesía impone la forma-república, y si, por lo que fuese, ésta se vuelve en un freno, la burguesía puede optar por cualquier forma de bonapartismo, militarismo, nazifascismo o incluso por volver a la forma-monarquía pero bajo nuevas exigencias. Si en el feudalismo la caída de la monarquía era el inicio de la caída del feudalismo, más o menos bruscamente, en el capitalismo la caída de un reyezuelo bribón y corrupto puede ser necesaria para recuperar la tasa de beneficio.

Bajo la dictadura del sistema salarial el derecho a la rebelión burguesa pierde toda su razón de ser, manteniéndose en todo caso ese derecho burgués como derecho a intervenir con la violencia más terrorista imaginable contra las clases y los pueblos que quieren acabar con el capitalismo, o que, sin quererlo conscientemente, frenan u obstaculizan de manera importante la expansión imperialista al negarse a claudicar a sus exigencias. Por esto es conveniente releer siempre la carta de Engels a Bebel del 18 de noviembre de 1884 ya que en ella, y a parte de otras consideraciones, se afirma el derecho/necesidad socialista a la revolución como derecho inalienable. Mientras que Diderot defendía la necesidad de ejecutar al monarca, Engels defiende la necesidad de la revolución socialista. Por tanto, acabar con la monarquía es un paso para acabar con la propiedad privada, para avanzar hacia la socialización de las fuerzas productivas como exigencia objetiva para la extinción histórica simultánea de las clases sociales, de la explotación asalariada, del patriarcado y de la opresión nacional. Obviamente, en este proceso los reyes y reinas habrán pasado al basurero de la historia y al museo de los horrores e ignominias.

6. EL REPUBLICANISMO DE LA CULTURA POPULAR VASCA
Hemos visto el antagonismo irreconciliable que existe entre democracia y monarquía en general, y lo hemos visto mediante un muy breve seguimiento de la historia de las luchas antimonárquicas burguesas y seguidamente de las luchas socialistas y comunistas. En realidad, la crítica a la monarquía que hago desde mi independentismo comunista vasco se mueve dentro de este parámetro, pero aplicado a mis condiciones de existencia. Por un lado, como ser humano libre, como parte del ser-humano-genérico, soy natural y socialmente antimonárquico, republicano, y por otra parte, en el mismo acto soy comunista vasco que lucho por la independencia socialista de Euskal Herria, y por tanto por una República Socialista Vasca. Consiguientemente mi crítica de toda monarquía, la que fuera, se materializa tanto en la crítica del Estado español como, positivamente, en la lucha por la República vasca. Seguiré este esquema en lo que resta de exposición.

Hay que empezar diciendo que la institución monárquica, cualquiera, nunca ha compaginado bien con las formas sociopolíticas vascas y con nuestra cultura popular. Sin extendernos ahora en una exposición de la historia política vasca, es un hecho que las instituciones de poder en Euskal Herria se han movido siempre en un complejo e inestable equilibrio entre una tendencia autoorganizativa local, y una tendencia centralizadora a escala media, lo cual no anula en modo alguno la existencia de la explotación de clases y patriarcal, la existencia de poderes opresores que no dudaban en reprimir a un pueblo explotado que tampoco se dejaba oprimir. Sin embargo, las tendencias a la excesiva centralización del poder en pocas manos y a su absolutización monárquica tradicional siempre chocaron en Euskal Herria con una resistencia tenaz por parte del pueblo trabajador y con resistencias más o menos duras, según los casos e intereses, por parte de las sucesivas clases dominantes autóctonas. Basta comparar la historia sociopolítica vasca con la de los Estados español y francés para confirmarlo.

El ejemplo de las denominadas guerras carlistas por la historiografía española es concluyente. Para las masas explotadas vascas, campesinas, artesanas, pescadoras, trabajadoras urbanas, para la empobrecida pequeña nobleza rural y la casta sacerdotal de base, para sectores amplios de la pequeña burguesía e incluso de la mediana burguesía, la defensa del carlismo era casi exclusivamente la defensa de los Fueros Vascos, símbolo y práctica de las leyes y usos propios del País, antes que la defensa de una parte de la monarquía de un Estado mayoritariamente visto como extranjero, la menos centralizadora y españolizadora. La larga y desesperada resistencia armada popular, su masividad, se explica por la defensa de unos Fueros que protegían mal que bien las decisivas propiedades comunales y otros usos y costumbres -hoy llamados «derechos sociales»-  que asumían como propios del país.

Insisto en que esta realidad no anulaba ni negaba la existencia cierta de la lucha de clases interna a Euskal Herria, que es una hecho incuestionable del que ya hay datos inequívocos desde el siglo XII, e incluso desde antes. Pero confirma que nuestra nación fue desde el siglo XVI, como mínimo, coincidiendo con el fortalecimiento de la burguesía comercial e industrial del hierro, un marco autónomo de lucha de clases, especificidad que se fue reforzando conforme el capitalismo avanzaba de su fase comercial y colonial a su fase imperialista, hasta llegar al presente, en donde es ya una realidad obvia. La lucha de clases vasca empezó a dar un salto cualitativo en lo que concierne al profundo rechazo popular a todo rey o reina,  conforme las monarquías absolutistas francesa y española intervenían con sus ejércitos en defensa del bloque de clases dominante autóctono desde el siglo XVI en adelante, con la invasión del Estado vasco de Nafarroa, en primer y decisivo lugar.

Desde entonces y de manera ascendente hasta finales del siglo XVIII, la monarquía iba siendo identificada por el pueblo vasco cada vez más como un enemigo invasor en vez que como un simple Señor que se había comprometido a acatar los Fueros, leyes y costumbres del país. Fue desde finales del siglo XIX en la parte de Euskal Herria bajo dominación española cuando la monarquía intervino de manera brutal y aplastante en apoyo de la burguesía industrial en ascenso, en contra del pueblo trabajador vasco. A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX la sensación popular sobre el papel represor de la monarquía y del Estado liberal español, sobre el retroceso de las libertades y de los derechos sociales, culturales, lingüísticos, etc., en contraste con la tradición democrática del país era tan masiva que lo tuvieron que reconocer autores como Max Weber, además de un PSOE que no dudó en ensalzar las virtudes democráticas del himno vasco prohibido, el Gernikako Arbola, himno de 1853 que defendía los valores de los Fueros y la identidad nacional vasca y cuyo autor, Iparragirre, tuvo que exiliarse.

Una especie de «triple alianza» formada por la monarquía, el ejército y la burguesía vasca actuó al unísono para consolidar el Estado español y para aplastar los derechos nacionales vascos, defendidos desde entonces y cada vez más por las clases trabajadoras, muy especialmente desde la década de 1920-1930 en adelante. Es larga la lista de intervenciones sociopolíticas directas del ejército y de la monarquía en defensa de la burguesía industrial vasca para reprimir el ascenso de las luchas obreras y populares, el ascenso del nacionalismo y del independentismo, y sobre todo para abortar la fusión de la lucha independentista con la lucha socialista y comunista, que comenzó a insinuarse en la década de 1920, creció entre 1931 y 1937 y dio un salto cualitativo e irreversible entre 1959 y 1967. 

La monarquía reinstaurada por el dictador Franco y aceptada por el grueso de la «oposición de su Majestad», muy especialmente por el PCE y restantes «izquierdas» que aprobaron la Constitución de 1978, fue la legitimadora del terrorismo de Estado contra el pueblo vasco que el PSOE masificó desde su llegada al gobierno. La importancia de la monarquía para el bloque de clases dominante en el Estado español al poco de la muerte del dictador Franco fue creciendo en la medida en que necesitaban una nueva legitimidad. La industria político-mediática se lanzó a lavar la imagen del rey franquista, sobre todo después del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Posteriormente, la prensa se ha esforzado hasta lo indecible por acallar todos los rumores y comentarios sobre múltiples aspectos de la monarquía.

7. DERROTA ESTRATÉGICA DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA
En lo que concierne a Euskal Herria, hay que decir que esta institución fue decisiva en el intento de dar una cobertura «democrática» a la ofensiva general contra nuestros derechos nacionales. Ya desde el mismo «fracaso» del golpe de Estado de 1981, el rey fue la pieza clave para la imposición de la LOAPA, un duro y rápido programa de recentralización, parando en seco la tímida descentralización autonómica anterior. Con la llegada del PSOE al gobierno se redoblaron los esfuerzos por limpiar a la monarquía de toda duda y sospecha sobre sus implicaciones en el golpe de Estado, a la vez que se silenciaban sin pudor hasta la más mínima información que no favoreciera a la Casa Real. El gobierno del PSOE tenía en el rey la figura publicitaria por antonomasia para legitimar el terrorismo de Estado y la aplicación del Plan ZEN, así como la implacable estrategia de desindustrialización del tejido económico vasco que se ocultaba debajo de la «reconversión industrial». Además, estas y otras medidas se vieron reforzadas por la política de facilitar la rendición de un sector de ETA p-m y su integración en el sistema, debilitando transitoriamente a la izquierda abertzale.

La imagen pública y oficial del «rey demócrata», «chistoso y bonachón», «campechano», imagen mimada y cuidada segundo a segundo por la industria político-mediática, por los poderes del Estado y hasta por la Iglesia, nunca fue aceptaba en Euskal Herria, pese a los esfuerzos directos o indirectos del bloque constitucionalista, del bloque que aceptó la Constitución monárquica y la defendió como una única «garantía de las libertad». Al contrario, ya en 1981 los junteros de Herri Batasuna protestaron a voz en grito cantando el Eusko Gudariak Gara, himno al soldado vasco, delante del rey español en un acto en la Sala de Juntas de Gernika; desde entonces, una y otra vez, la izquierda abertzale ha mostrado su oposición frontal a la monarquía española con una coherencia admirable y sin parangón en las izquierdas del Estado español.

La izquierda abertzale ha hecho una verdadera pedagogía democrática y republicana que ha anulado cualquier intento de anclaje en el imaginario popular vasco del principio monárquico, actualizando en el capitalismo de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI la larga tradición antimonárquica inserta en la cultura popular vasca. Además, el desprestigio de esta institución se acelera entre los pueblos y clases explotadas del Estado español no sólo por lo irracional que es en sí la monarquía, sino también por las corrupciones que le acompañan. De cualquier modo, el problema no está resuelto porque debemos ser conscientes del papel que la monarquía juega en estos momentos de crisis estructural del Estado español.

En efecto, en la vital carrera por la productividad del trabajo a escala mundial, el capitalismo español va perdiendo posición lenta pero irremisiblemente, va quedando rezagado, es superado por burguesías que sí cuidan las inversiones necesarias para aumentar su productividad. Como marxistas sabemos que, a la larga, la ley de la productividad del trabajo es la que rige el futuro de los Estados y de las naciones. Producir más y mejor con menos tiempo de trabajo es el secreto del beneficio burgués. Pero el bloque de clases dominante en el Estado español, excepto fracciones burguesas vascas y catalanas, apenas se ha preocupado por sistematizar políticas globales destinadas a aumentar la competitividad productiva. Se han volcado más en el látigo que en la zanahoria, más en la plusvalía absoluta impuesta por la represión que en la plusvalía relativa sostenida por el consenso alienador.

El desprecio de la cultura dominante española por la técnica y la ciencia, es muy antiguo, pero con el capitalismo llegó a su máxima expresión. En 1909 Unamuno, crítico mordaz, dijo aquello de: «¡Que inventen ellos!», refiriéndose a la dejadez e indiferencia española por el conocimiento. La intelectualidad española, que ya arrastraba el trauma de 1898, buscaba alternativas a la decadencia del Estado y fue Ortega y Gasset el que en 1914 expresó en una sola frase lo que sería luego el sueño incluso del franquismo desde la década de 1960 «¡España es el problema, Europa es la solución!». La caída de la monarquía y la instauración de la II República en 1931 no resolvieron el problema de fondo. Maeztu dijo en 1934: «Me duele España», mostrando cómo el bloque de clases dominante somatizaba el desastre en vez de buscar alternativas.

Desde la primera crisis seria de la dictadura autárquica franquista, al calor del turismo la burguesía optó definitivamente por el capital financiero-inmobiliario desligándose poco a poco del industrial; luego, también optó por el capital servicios que por el industrial, ya en retroceso. La «reconversión industrial» aceleró la financiarización económica y su progresiva e imparable dependencia del capitalismo exterior. La mal llamada «década milagrosa», de 1997 a 2007 fue un frenesí de egoísmo miope, de ceguera consumista, de desprecio por la inversión en I+D+i. Este supuesto «milagro» también se basó en la entrada de capitales extranjeros; en la entrada de dinero negro del narcocapitalismo y de mafias internacionales; en la corrupción administrativa, política y cultural inherente al clientelismo social español; en la economía sumergida y en el fraude fiscal masivo; en el «dinero de plástico», barato y fácil de pedir a la banca, interesadamente dadivosa; y en la pasividad del movimiento obrero desmoralizado y destrozado por el giro al reformismo descarado y corrupto de la «oposición de Su Majestad», una ex izquierda que alegremente había creado la nueva doctrina del «marxismo-ladrillismo».

La catástrofe de 2007 en adelante cogió desprevenida a la burguesía y a sus peones. Uno a uno fueron desplomándose con desconcertante rapidez todas las euforias superficiales y pueriles de hacía solamente unos pocos años. La crisis era y es incluso cualitativamente más grave que la de 1898, la de 1929-1936, la de 1959, la de 1975, etcétera. La crisis es tan grave que hasta el sector burgués que poco antes jugueteaba con la idea de cambiar la monarquía por una III República autoritaria, neoconservadora y españolizada a tope, ha dejado ese proyecto en el cajón, por ahora, y ha salido en defensa de una Casa Real agujereada en sus muros y podrida en sus raíces. Hay que hacer piña, mientras en Catalunya y en Euskal Herria, las ansias soberanistas e independentistas avanzan con respectivos proyectos republicanos. Hay que hacer piña, y la monarquía vuelve a aparecer como el centro salvador, por ahora. Pero ya no es el único, como en 1978, sino que ahora la gravedad de la crisis es tal, que el sector dominante en la gran burguesía española lo ha dicho abiertamente por boca del banquero Botín: «El euro y la integración de Europa no tienen vuelta atrás».

El rey, en este contexto, es y será la figura central que como el eje de la rueda, cohesione todos los radios, manteniendo la ficción de la «soberanía nacional española», que desapareció definitivamente en 2010-2011 con la aceptación incondicional de las exigencias de la Unión Europea y de Estados Unidos. Por eso, la monarquía será durante un tiempo el punto de bóveda en el que confluyan los diversos intereses fraccionales de la burguesía y simbolice el nacionalismo imperialista español, progresivamente enfurecido y fanatizado en contrapartida a la pérdida de soberanía efectiva. Pero esta función no anula el hecho de que la monarquía ha sufrido una derrota estratégica irrecuperable: además de la corrupción y del gasto injustificable que supone mantenerla, la monarquía es ya lógicamente insostenible para cualquiera que argumente con una racionalidad objetiva. Pero lo decisivo radica en que ha fracasado en la función política que se le asignó con respecto a Euskal Herria.

(*) Revolucionario e intelectual vasco

Publicado en Euskal Herria