La situación en la que se encuentra la economía española y la de
otros países de la Eurozona es dramática. Se mire por donde se mire,
permanecer en las condiciones en las que estamos no puede llevarnos sino
a un desastre de consecuencias imprevisibles.
No se trata de ser catastrofistas sino de contemplar con realismo lo
que está sucediendo y de anticipar lo que es previsible que venga
detrás, a la vista de lo que ya ha ocurrido en otros países que pasaron
por circunstancias parecidas a las nuestras.
Permanecer sin más en el euro y aplicar las políticas de austeridad
va a destruir la actividad productiva y a poner en las nubes la cifra de
parados. Nos hundirá en la depresión durante años y hará que se vaya
acumulando un volumen de deuda insoportable que imposibilitará cualquier
tipo de cambio en el futuro inmediato. Seguir como estamos, simplemente
aguantar el chaparrón, es suicida y, a mi modo de ver, la peor política
posible.
La impresión generalizada es que no hay alternativas a las
imposiciones de Europa, que no queda más remedio que obedecer lo que
dice la señora Merkel y aplicar sin rechistar lo que impone la Troika,
la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario
Internacional.
Es cierto que nuestra pertenencia a la Unión Monetaria supone un
corsé agobiante teniendo en cuenta la forma tan inadecuada en que
conformó en su día. Y tan apretado que, a estas alturas, sería muy
difícil salir de él sin tener que soportar un trauma social
extraordinario (de hecho, ni siquiera está formalmente contemplado que
un país abandone el euro) y costes económicos muy grandes.
Pero, incluso en el marco de ese estrecho corsé, hay posibilidades
alternativas y caminos diferentes a los que estamos siguiendo en España
bajo el gobierno del Partido Socialista primero y ahora del Partido
Popular.
No me refiero aquí a políticas concretas o sectoriales, de las que me
ocupé junto a Vicenç Navarro y Alberto Garzón en nuestro libro Hay
alternativas. Propuestas para crear empleo y bienestar social en España,
sino a los grandes escenarios en las que podría ser posible afrontar la
parálisis económica en la que estamos como consecuencia, sobre todo,
del incremento de la deuda soberana y de la falta de demanda y
financiación que nos agobia.
En este sentido más general también hay alternativas diversas, de
diferente naturaleza y efectos, que incluso son compatibles con la
pertenencia al euro. Me he ocupado de alguna de ellas en los últimos
artículos que vengo escribiendo, que pueden encontrarse en mi web
(http://www.juantorreslopez.com), y ahora me voy a limitar a mencionar
las cinco que señalaba Ellen Brown hace unos meses refiriéndose al caso
griego (Greece and the euro: fifty ways to leave your lover) y que creo
que son perfectamente extrapolables a nuestro país.
Una primera sería la emisión por parte del Banco de España de una
moneda complementaria al euro. Sería una moneda de curso legal
electrónica, cerrada, es decir, no convertible en otras divisas y
utilizada como sustitutiva del euro pero solo en los intercambios
nacionales. Aunque su puesta en marcha presenta lógicas dificultades
técnicas y legales, que son comprensibles y evitables sin demasiados
problemas, tendría grandes ventajas porque permitiría reducir el déficit
comercial, bajar la necesidad de financiación y su coste, y propiciar
una rápida recuperación de la liquidez interna para dinamizar la
actividad empresarial y el consumo.
Otra segunda vía sería que el propio Banco de España fuese el que
emitiese euros para financiar sin apenas coste al Estado y evitar así
que éste tenga que pagar unos intereses tan elevados como los que han
provocado el gran incremento de la deuda en los últimos años. Puede
parecer una posibilidad estrambótica pero lo cierto es que lo permite la
normativa que regula el funcionamiento del BCE y del Sistema Europeo de
Bancos Centrales, y que ya se ha utilizado en Irlanda. Si allí se
permitió para salvar a los bancos privados lo complicado sería
justificar que no se haya permitido para salvar a los países enteros.
La tercera es una vía que si no ha sido utilizada ya es porque los
gobiernos actúan o con una torpeza gigantesca o con una enorme
complicidad con los intereses privados más poderosos. Como es sabido, el
Banco Central Europeo tiene prohibido financiar a los gobiernos y eso
es lo que ha obligado a estos últimos a endeudarse a altos tipos de
interés en lugar de haberlo hecho sin apenas coste (España ha debido
pagar en concepto de intereses unos 350.000 millones de euros de 1995 a
2011). Pero el artículo 123.1 del Tratado de Lisboa sí le permite
financiar a las entidades de crédito públicas, de modo que si se
hubieran nacionalizado bancos o cajas de ahorros podrían recurrir a la
liquidez que proporciona el BCE sin apenas coste (actualmente al 0,75%) y
utilizarla, a diferencia de lo que están haciendo los bancos privados
que la reciben a manos llenas, para proporcionar crédito a las empresas y
consumidores.
El argumento que se da para no adoptar estas dos vías anteriores es
que provocarían inflación. Pero eso no tiene fundamento. Si esa medida
va acompañada de un plan efectivo de recuperación económica no cabe
temer que produzca alza de precios y, en todo caso, no tiene por qué
tener un efecto inflacionista mayor que el que puede provocar el
extraordinario incremento de la base monetaria que se ha generado
inyectando liquidez a los bancos privados.
La cuarta vía que propone Ellen Brown la hemos defendido también
otros muchos economistas y organizaciones sociales: un impuesto sobre
las transacciones financieras. Algunos cálculos, como el del
investigador Simon Thorpe a partir de los datos del Banco Central
Europeo cifran el volumen total de transacciones financieras en Europa
entendidas en el más amplio sentido en 1.600 billones de euros (Total
Eurozone Transactions in 2011: € 1.6 quadrillion) lo que da idea de la
inmensa cantidad de recursos que se podría obtener (además de otros
efectos positivos de la medida) si se aplicase incluso un impuesto
moderado del 0,3 ó 0,5%.
Cualquiera de estas medidas o su combinación permitiría abordar y
solucionar los problemas que padecemos con mayor eficacia y desde luego
con mucha más justicia. El mencionado Simon Thorpe pone el ejemplo de
Grecia y señala que si allí se crease una banca pública y esta recibiera
prestado del Banco Central Europeo al 1% el dinero suficiente para
comprar la deuda griega, podría amortizar ese préstamo en diez años
solo con el rendimiento de un modesto impuesto del 0,3% sobre las
transacciones financieras. Es decir, sin necesidad de recurrir a los
dramáticos recortes y sacrificios que se le están imponiendo a su
población.
Finalmente, Ellen Brown indica que los pueblos también tienen como
alternativa, y como derecho, el repudio de una deuda que es
verdaderamente odiosa si se tiene en cuenta que en gran parte es el
resultado de manipulaciones en los mercados o, simplemente, de no haber
tomado medidas como las que acabo de señalar y de las que ni siquiera
nadie puede decir que sean contrarias a lo establecido en las normas
que regulan la unión monetaria.
Es precisamente el hecho de que no se hayan tomado para evitar
fácilmente el sufrimiento de la población y la ruina de las economías lo
que demuestra que las políticas que se vienen imponiendo no se aplican
porque sean irremediables o no tengan alternativas sino porque lo que se
desea es favorecer con ellas a los grandes poderes financieros y
empresariales. Así lo demuestra el resultado distributivo tan desigual
que vienen produciendo. Y de ahí, justamente, el carácter inmoral,
odioso y repudiable de la deuda que generan.
Hay, pues, alternativas, no diré abundantes pero sí suficientes, que
si se pusieran en marcha podrían evitar los daños que están causando las
políticas actuales de austeridad y recortes de derechos.
Nadie afirma que los caminos alternativos sean de fácil factura o que
su implementación esté exenta de riesgos y dificultades pero lo cierto
es que están a nuestro alcance. Es mentira que no los haya y que solo se
pueda hacer lo que dictan los de arriba por boca de la señora Merkel.
Se podrían poner en marcha si hubiese voluntad política y eso demuestra
una vez más que los problemas económicos no tienen soluciones técnicas y
neutras sino políticas que tienen más bien que ver con el poder y con
la democracia realmente existente.
(*) Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla