domingo, 1 de mayo de 2011

La clase trabajadora en España / Vicenç Navarro *

El Economic Policy Institute de Washington, uno de los centros de investigación económica más conocidos y prestigiosos de EEUU, publica cada dos años un informe sobre la situación de la población trabajadora en EEUU (The State of Working America) que es una referencia muy utilizada –incluso por el Congreso de EEUU– por su documentación exhaustiva sobre el mundo del trabajo en aquel país.

Incluye también información sobre las condiciones laborales en la mayoría de países de la OCDE de semejante nivel de desarrollo económico, presentando datos y gráficos que son de una gran utilidad para los estudiosos del mundo laboral en los países con mayor nivel de desarrollo económico.

En su último informe, publicado hace sólo unas semanas, hay datos económicos y sociales que cuestionan claramente los datos que constantemente se utilizan en los centros que reproducen la sabiduría convencional de España. Así, en el capítulo sobre horas anuales de trabajo por trabajador, España (presentado frecuentemente como un país de gran laxitud e indisciplina laboral) aparece como uno de los países en los que los trabajadores trabajan más horas al año. Concretamente 1.654 horas, muy por encima del promedio de los países de la OCDE, 1.628 horas.

Otra sorpresa es el indicador que contradice otro elemento de la sabiduría convencional que habla constantemente del escaso crecimiento de la productividad como causa de la escasa recuperación económica española. El informe señala que el crecimiento de la productividad en España durante el periodo 2007-2009 fue el mayor (5,4%) de los países de la OCDE, cuyo promedio fue de -1,1%. El de Estados Unidos fue menor que el de España, un 4%, lo que contrasta con la mayoría de países de la OCDE, que sufrieron un descenso de su productividad. España fue también el país que destruyó más empleo, con una tasa negativa de producción de empleo (-7,2%).

Otro dato interesante es el nivel de productividad, dato diferente al del crecimiento de la productividad. De nuevo, las cifras contradicen la visión promovida por conservadores y neoliberales que constantemente se refieren a España como un país con muy baja productividad. El informe señala que la productividad española está por encima no sólo de Grecia, Portugal e Italia, sino también de Japón y Nueva Zelanda.

Es también interesante analizar los salarios. España tiene los más bajos de la OCDE (junto con Grecia y Portugal). Su compensación salarial por hora en la manufactura (cuyos trabajadores son los mejor pagados en cualquier país) es sólo el 85% del de EEUU. La mayoría de los países de la UE-15 están muy por encima de EEUU (Dinamarca 172%, Suecia 147%, Noruega 197%, Alemania 153% o Austria 144%). Tales datos muestran que no pueden justificarse los bajos salarios de España recurriendo al argumento de una supuesta baja productividad. 

En realidad, España no está a la cola de la productividad de la OCDE. Sí que está, en cambio, a la cola de los salarios. En realidad, el nivel salarial responde más a causas políticas que a causas económicas. Así, la variable que tiene un gran poder determinante del nivel salarial (y también, por cierto, de la actividad redistribuidora del Estado) es el poder sindical. A mayor poder sindical, mayores salarios, menores desigualdades y mayor productividad.

Otro dato de gran interés es que, en el análisis del sector público, el informe señala que España es uno de los estados menos redistributivos. El indicador que el informe utiliza para medir la capacidad redistributiva del Estado es el porcentaje de la población en situación de pobreza antes y después de las intervenciones del Estado. El Estado, a través de impuestos, por un lado, y las transferencias públicas, por el otro, afecta a la distribución de la renta de un país. 

Pues bien, España es uno de los países donde el Estado tiene menos impacto en la reducción de la pobreza. Esta pasa de ser el 17,6% de la población, antes de que intervenga el Estado, a un 14,1%, sólo 3,5 puntos menos. En la gran mayoría de países, la reducción es mucho mayor. EEUU, uno de los países con mayores desigualdades, reduce la pobreza 9,2 puntos, más del doble que España. Y si vamos a países de tradición socialdemócrata como Suecia, vemos que la reducción de la pobreza es de 21,4 puntos. España, repito, sólo 3,5 puntos. Esto quiere decir que los impuestos son muy regresivos y las transferencias públicas muy escasas.

Los países nórdicos, junto con Francia, son los más redistributivos. España, junto con Holanda, Japón y EEUU, son los menos redistributivos. Es interesante señalar que los países más redistributivos (Suecia, Noruega, Dinamarca) están por encima del promedio de productividad de la OCDE.


Noruega es el país del mundo con mayor productividad, y también uno en los que su Estado tiene mayor impacto redistributivo. Esto cuestiona el dogma neoliberal según el cual la eficiencia económica requiere inequidad.

Lo que también llama la atención son los datos sobre igualdad de oportunidades medida por la tasa de movilidad vertical (de padres a hijos) entre generaciones. España, junto con Italia, Irlanda y EEUU, es uno de los países que tiene menos movilidad social. El sistema educativo tiene escaso impacto en igualar las oportunidades de las distintas generaciones. 

Esto está relacionado con el sistema educativo dual con las clases pudientes enviando sus hijos a la escuela privada, y las clases trabajadoras y medias enviando sus hijos a la escuela pública. En estos países, los hijos de la clase trabajadora lo tienen más difícil para alcanzar niveles de clases de renta superior. Y ahí termina la fotografía –no muy halagadora– de la situación de la clase trabajadora en España.

(*) Vicenç Navarro es catedrático de Políticas Públicas de la Universitat Pompeu Fabra y profesor de Public Policy en The Johns Hopkins University

Deliberación moral y crisis del capitalismo / Santiago Eguidazu *

Toda culpa reclama un rostro. Y también una expiación. En estas mismas páginas, ha dicho Antón Costas en un soberbio artículo, Quiebra moral de la economía de mercado (El País, 18 de abril), que hasta que la sociedad no manifieste su indignación contra el capitalismo financiero y la política no recobre su autonomía frente a este, no podrá darse una salida a la crisis, que ha de venir de una refundación moral de la economía de mercado. 

Los comentarios que siguen pretenden mostrar que esa quiebra moral que con mucha razón se predica de nuestra sociedad y del sistema económico que la sustenta, y la consiguiente destrucción de valores con que se retroalimenta, han tenido necesariamente que originarse en un colapso de nuestra capacidad y calidad deliberativas. 

En la antigüedad, la deliberación moral era considerada imprescindible para guiar la acción, y la ausencia de la misma se calificaba como imprudencia. El hombre prudente era, precisamente, el capaz de deliberar con rectitud de juicio, equidad, inteligencia crítica y conocimiento práctico. La prudencia así entendida es inseparable de la acción. 

Los valores no nacen ni mueren; no son realidades objetivas ni existen exclusivamente en nuestras mentes; los valores se construyen por medio de procesos de deliberación individuales (esto es, de uno consigo mismo) o colectivos (de uno con otros o incluso de todos con todos). El hombre, a través de la interacción de deliberación y acción, realiza valores. Así es como progresa moral y a la postre materialmente la sociedad. 

La crisis ha puesto al desnudo nuestra incapacidad de realizar valores y nuestro empeño en producir disvalores. Y en ello vienen incidiendo, desde hace tiempo en Occidente, al menos tres factores que han estallado en la línea de flotación de nuestros principios morales. El primero ha sido la confusión de prudencia y ciencia. 

Los economistas académicos, los banqueros, las agencias de calificación, los propios Gobiernos y el consumidor en general han aceptado -más o menos interesadamente- como conocimiento "científico" que orienta y determina su conducta, unos modelos de decisión y comportamiento económico-financiero que se fueron gestando desde mediados del siglo pasado, y cuyo núcleo puede resumirse, simplificando mucho, en la asunción de una racionalidad maximizadora de los agentes, de una eficiencia perfecta en la asignación de recursos por los mercados, de la posibilidad técnica de descorrelacionar rentabilidad y riesgo, y de la superioridad financiera de la deuda en la creación de riqueza. 

Fue Aristóteles, el primer gran promotor de la prudencia como instrumento de deliberación para la acción, el que descartó tajantemente su aparejamiento con el conocimiento apodíctico propio de la sabiduría y la ciencia. Estas últimas tratan de lo necesario, mientras que la prudencia, la deliberación, versan sobre lo contingente. Al elevar a categoría de ciencia modelos que funcionan en el mundo de lo contingente, el hombre de hoy ha prescindido de deliberar y se ha dejado cómodamente llevar por aquello que los modelos predecían. 

Y al evadirse de un principio básico de la deliberación critica, a saber, asumir la responsabilidad final de las acciones, poniéndola en manos de modelos artificiales, poco le ha costado desprenderse de la siempre dura obligación de oponerse o descartar aquellas prácticas o acciones conflictivas con nuestros valores. De esta forma, hemos causado entre todos una enorme bola de fuego que se ha llevado por delante buena parte de lo construido durante décadas. 

Y digo entre todos porque -si bien en muy diferente grado- es irresponsable e imprudente el que da vueltas a un crédito con el exclusivo objeto de lucrarse, pero también el que lo acepta sabiendo que no podrá devolverlo. Y en esto disiento de aquellos que señalan como únicos responsables del marasmo a los representantes del denostado entramado financiero. 

El mundo financiero tiene desde luego una responsabilidad moral determinante, absoluta y final sobre lo que ha acontecido, pero eso no quiere decir que los muchos que se han dejado llevar por el espejismo del dinero fácil, los que han aceptado subirse a la ola mirando hacia otro lado y sin decir ni pío, no deban asumir la suya. 

En un sistema auténticamente ético la expiación de unos no exime de responsabilidad al resto; más bien al contrario, afirmaciones de esa guisa ofrecen la perfecta coartada al hombre-ausente para desvincularse de su propia responsabilidad moral.

Una segunda razón que ha eclipsado la práctica de la deliberación crítica en estos años ha sido el conformismo o la comodidad moral. En todo proceso de deliberación hay dos partes, una emocional y otra intelectual. John Dewey llamó a lo primero "valorar" y a lo segundo "valoración". Valorar es lo que hacemos intuitivamente al percibir un estado de cosas que nos incita a la acción. Las emociones, los hábitos, las costumbres generan una primera reacción, una propuesta inmediata para nuestra acción. 

Pero si no interviene la parte racional de nuestro cerebro, el proceso queda incompleto, no hay valoración propiamente dicha y, consecuentemente, no hay acción prudente. Pensar se ha vuelto doloroso, acaso peligroso, en los días que vivimos; ponderar, imaginar cursos de acción, valorar alternativas, prever consecuencias y tomar iniciativas no está a la altura de los tiempos; es menos costoso y arriesgado mantenerse a rueda. 

La actitud habitual del hombre de hoy es la de un polizón (free-rider) que trata de apropiarse de los beneficios del esfuerzo deliberativo y las acciones de otros sin incurrir en ninguno de los costes necesarios para generarlos. Así, cada vez menos votantes acuden a las urnas, cada vez menos accionistas elevan su voz en las juntas y cada vez menos lectores reclaman independencia y objetividad a sus medios. Un sistema que aspira a la regeneración moral, necesita que sus miembros asuman el coste a corto plazo de significarse, decir no cuando proceda y proponer estrategias alternativas. 

La buena deliberación no sólo consiste en elegir los medios adecuados para los fines deseados, sino también y sobre todo en analizar críticamente y decidir cuáles deben ser esos fines. Y nadie que no seamos nosotros mismos puede o debe hacerlo. El hombre peleó durante siglos para desprenderse del yugo moral de la religión y no tendría sentido entregarse ahora al de la indiferencia o la inacción.

El tercer escollo a nuestra capacidad de reacción es, precisamente, nuestra incapacidad para aceptar el fracaso moral, aprender de él y tomar medidas para superarlo. Es bastante habitual reconocer que uno aprende de los errores y no tanto de los éxitos. Pero otra cosa es el fracaso. Nos cuesta asumirlo pues creemos que se trata de una mancha irreversible, el principio del fin de nuestra intocable autoestima. 

Pero al igual que los individuos, las sociedades también se regeneran moralmente y para hacerlo necesitan digerir y aprehender los fracasos colectivos. También aquí la deliberación crítica juega un papel esencial. De la misma forma que todas las épocas de progreso intelectual, moral y al final material han estado precedidas por etapas de intensa deliberación individual y colectiva, también el renacimiento moral de las sociedades ha requerido -como ocurrió, por ejemplo, en la Alemania de posguerra- una vuelta del pueblo a la reflexión y deliberación críticas.

El resultado de estas tres limitaciones es bien conocido. La estructura de nuestros valores ha cambiado drásticamente. Los valores instrumentales, a saber, los que se intercambian y miden por unidades monetarias, han eclipsado a los valores intrínsecos, aquellos que son valiosos por sí mismos con independencia de su soporte. Un sistema de valores puramente instrumental empobrece al individuo y a la sociedad, trunca su capacidad de revolverse y luchar en las crisis, y desactiva el proceso de deliberación crítica. 

Es como un círculo vicioso: a menor capacidad y calidad de deliberación, mayor el peso de los valores instrumentales en nuestras vidas; en el límite, en un mundo puramente instrumental, la deliberación moral perdería buena parte de su sentido, se transformaría en una mera discusión técnica, en la búsqueda de los medios óptimos para producir valor instrumental puro. Esa sociedad seria inhumana; eficiente, pero poco equitativa. Si no queremos llegar a ella, empecemos por asumir el fracaso. 

Que los políticos recuperen su autonomía y que los financieros expíen su culpa, como reclama el profesor Costas; y que la indignación y la resistencia pasiva jueguen su papel dinamizador y revolucionario. Pero si los valores se construyen y realizan con base en procesos de deliberación moral, que cada uno en su círculo, organización o área de influencia se aplique a ello. La refundación moral de un sistema dinámico de relaciones multipolares y multipersonales, que es en lo que ha devenido el capitalismo, demanda un cambio generalizado de actitudes, y este pasa necesariamente por una recuperación de la facultad deliberativa crítica del individuo.

(*) Santiago Eguidazu es alumno de la Escuela de Filosofía.

"No me hables de Oxford" / José Luis Pardo *

Por si fuera necesario, confieso de entrada mi admiración por universidades como las de Harvard, Yale, Cambridge, Oxford, Berkeley, París y otras, y añado que no solamente no tengo (ni he conocido a nadie que tenga) reparo alguno en que las universidades españolas se parezcan a las de esa lista, sino que estaría encantado de que así fuera, como también me gustaría que España se pareciera en muchos otros indicadores a los países en donde residen esas instituciones. 

Sin embargo, y por desgracia, a pesar de que el logro de este parecido fue una de las coartadas para su implantación, no tengo (ni he conocido a nadie que tenga) la impresión de que eso vaya a ocurrir con el Plan Bolonia -quien quiera darse un paseo por las universidades recién reformadas podrá ver que sus campus, incluso los nombrados "excelentes", siguen sin tener aún una atmósfera oxoniense, y que incluso son un poquito más cutres que antes y más parecidos a los patios de recreo de la ESO-; tampoco me parece que vaya a ser este el resultado de la aplicación de la burocracia delirante de las Agencias de Evaluación y del fascinante Estatuto del Profesorado que permitirá llegar a catedrático a base de ocupar puestos de gestión y con un cero en investigación (véase La universidad que viene: profesores por puntos, tribuna de J. A. de Azcárraga, en El País del 3-3-2011). 

Finalmente, descreo también de que se vaya a alcanzar este objetivo practicando lo que el profesor José Montserrat, en una carta al director, llamaba acertadamente el "nacionalismo científico" defendido en estas mismas páginas por los profesores Ortín y Álvarez (No hay ciencia sin competición, El País del 12-3-2011) y por todos los que nos marean con los famosos rankings de las mejores universidades del mundo.

Y no es que yo niegue la validez de estas clasificaciones: eso sería por mi parte tan estúpido como dudar de la eficacia del rating de la deuda por parte de las agencias de calificación del riesgo financiero, cuando veo la eficacia con la que disminuyen mi salario todos los meses. 

Pero así como los más de 3.000 firmantes del Manifiesto de economistas aterrados (Pasos Perdidos, Madrid, 2011) tienen dudas de que los mercados sean los mejores jueces de la solvencia de los Estados, yo también albergo algunas sobre la imparcialidad de esas clasificaciones, que guardan con la excelencia científica una relación parecida a la de la lista de Los 40 Principales con la calidad musical: nos dicen qué es lo que más se vende (y, en ese sentido, lo más competitivo), pero no siempre lo más vendido es lo mejor -espero que se me dispense de tener que argumentar exhaustivamente esta afirmación, acerca de la cual puede consultarse el instructivo Adiós a la Universidad, de Jordi Llovet (Galaxia Gutenberg, 2011).

Si nos llenan de admiración nombres como los de Oxford y Cambridge no es solo ni principalmente porque aparezcan en los primeros puestos de un hit parade del mercado del conocimiento que se publica desde hace cuatro días. Como señalaba Juan Rojo, para conocer la calidad de una universidad "no hace falta ningún formulario, ni el seguimiento del número de tutorías, ni el control del número de alumnos por clase. Ni siquiera hace falta usar la palabra Bolonia. Basta con atenerse a su prestigio científico reconocido". (El segundo principio de la termodinámica, El País del 31-3-2011). 

Esa superioridad se debe, entre otras cosas, a la tradición que ha convertido a esas instituciones en lo que algunos llaman despectivamente "mausoleos de sabiduría", tradición que no hace reposar la excelencia solamente en llegar el primero a la meta (que no es precisamente el origen de la noción de "excelencia" que tan orgullosamente manejan hoy los partidarios del Espíritu Deportivo), sino ante todo en la autonomía del saber científico con respecto a los poderes económicos y políticos que siempre han tenido la tentación de controlar el conocimiento y de ponerlo a su servicio, siendo su independencia uno de los signos distintivos de las universidades desde que la ciencia se separó de la magia y de la teología.

Y este es uno de los motivos por los que me parecen preocupantes la confianza en la autorregulación del mercado del conocimiento mediante la libre competición -una creencia sobre la cual la actual situación económica mundial podría arrojar al menos algunas dudas- y la pretensión de sustituir las viejas universidades por nuevos "centros de producción de conocimiento". Pues, como señala acertadamente Simon Head en su comentario del último enero a El capitalismo académico y la nueva economía (Johns Hopkins U.P., 2011) en la revista de libros de The New York Times, lo que amenaza la calidad y la libertad académica de las universidades (incluidas Oxford y Cambridge) son los procedimientos de evaluación que hacen depender su continuidad y su sostenibilidad de parámetros fijados en términos extracientíficos, concretamente de la rentabilidad en la producción de conocimientos que tanto defienden los patrocinadores de los rankings universitarios, porque en este caso se corre el peligro de que -solo es un ejemplo- sean las empresas farmacéuticas las que decidan la orientación de la investigación en química orgánica o las Consejerías de las comunidades autónomas quienes determinen la dirección de los estudios de filología clásica. 

Por supuesto que puede uno defender, incluso por motivos patrióticos, ese modelo de producción competitiva para el mercado del conocimiento, pero quien lo haga debe admitir claramente que comporta la destrucción de las universidades ilustradas modernas tal y como las conocemos desde el siglo XVIII, del mismo modo que algunos dicen -basándose en clasificaciones completamente objetivas con respecto a la pujanza de los llamados "países emergentes"- que la democracia resulta poco competitiva en una economía globalizada.

En cuanto a las observaciones de psicología profunda y antropología fundamental sobre la esencia competitiva de la naturaleza humana con las que a veces se sazona esta polémica, su carácter puramente ideológico y vacío resalta claramente en el contraste entre la grandilocuencia de su retórica y la pobreza y confusión de sus argumentos (no se puede defender a la vez el carácter cooperativo y competitivo de la ciencia). Lejos de mí, en cualquier caso, la intención de minimizar el alcance del afán de gloria a lo largo de la historia de la humanidad: nunca faltaron guerras para atestiguar su inequívoca importancia. 

Pero si, a pesar de nuestros inveterados instintos bélico-deportivos, admitimos que no todo vale para ganar -pues el asesinato, la extorsión, el chantaje y la violencia son altamente competitivos y sin embargo los castigamos-, es que aceptamos que hay algo más importante que la competición misma, algo que es de otro orden que ella y a lo que ella debe someterse y que ha de limitarla, algo que los clásicos llamaban verdad, justicia y belleza (tres marías que, ay, tampoco van a salir en los rankings de la producción de conocimientos), algo que seguramente sigue pesando en el hecho de que, fueran cuales fueran los resortes psíquicos de los hombres que hicieron los descubrimientos correspondientes, todavía nos da un poquito de vergüenza decir que el teorema de Pitágoras, la ley de caída de los graves de Galileo o la teoría de la relatividad especial nos parecen admirables porque son muy competitivos.

Y es que la competitividad no deja de ser una relación entre los hombres. La ciencia, por el contrario, es primariamente una relación con las cosas que, por ser irreductible a las rivalidades humanas, puede a veces servir para hacer una paz digna entre mortales. 

Pero cuando la verdad acerca de las cosas se subordina a las ambiciones y rivalidades de los hombres, aunque ello suponga éxitos económicos o políticos a corto plazo, puede suceder que los puentes elevados bajo ese principio se derrumben al primer vendaval o que los edificios erigidos sobre esa base se vengan abajo dejando a la intemperie a sus habitantes, a pesar de haber ocupado en las clasificaciones mundiales un puesto tan glorioso como el de Lehman Brothers unos días antes de su quiebra, porque la naturaleza acaba sancionando -a menudo de forma poco diplomática- la miopía, la irresponsabilidad y la incompetencia de ese punto de vista tan deportivo.


(*) José Luis Pardo es filósofo