domingo, 28 de agosto de 2011

Sobre imbéciles y malvados / Arturo Pérez-Reverte *

No quiero, señor presidente, que se quite de en medio sin dedicarle un recuerdo con marca de la casa. En esta España desmemoriada e infeliz estamos acostumbrados a que la gente se vaya de rositas después del estropicio. No es su caso, pues llevan tiempo diciéndole de todo menos guapo. Hasta sus más conspicuos sicarios a sueldo o por la cara, esos golfos oportunistas -gentuza vomitada por la política que ejerce ahora de tertuliana o periodista sin haberse duchado- que babeaban haciéndole succiones entusiastas, dicen si te he visto no me acuerdo mientras acuden, como suelen, en auxilio del vencedor, sea quien sea. Esto de hoy también toca esa tecla, aunque ningún lector habitual lo tomará por lanzada a moro muerto. Si me permite cierta chulería retrospectiva, señor presidente, lo mío es de mucho antes. Ya le llamé imbécil en esta misma página el 23 de diciembre de 2007, en un artículo que terminaba: «Más miedo me da un imbécil que un malvado». Pero tampoco hacía falta ser profeta, oiga. Bastaba con observarle la sonrisa, sabiendo que, con dedicación y ejercicio, un imbécil puede convertirse en el peor de los malvados. Precisamente por imbécil.

Agradezco muchos de sus esfuerzos. Casi todas las intenciones y algunos logros me hicieron creer que algo sacaríamos en limpio.

Pienso en la ampliación de los derechos sociales, el freno a la mafia conservadora y trincona en materia de educación escolar, los esfuerzos por dignificar el papel social de la mujer y su defensa frente a la violencia machista, la reivindicación de los derechos de los homosexuales o el reconocimiento de la memoria debida a las víctimas de la Guerra Civil. Incluso su campaña para acabar con el terrorismo vasco, señor presidente, merece más elogios de los que dejan oír las protestas de la derecha radical. El problema es que buena parte del trabajo a realizar, que por lo delicado habría correspondido a personas de talla intelectual y solvencia política, lo puso usted, con la ligereza formal que caracterizó sus siete años de gobierno, en manos de una pandilla de irresponsables de ambos sexos: demagogos cantamañanas y frívolas tontas del culo que, como usted mismo, no leyeron un libro jamás. Eso, cuando no en sinvergüenzas que, pese a que su competencia los hacía conscientes de lo real y lo justo, secundaron, sumisos, auténticos disparates. Y así, rodeado de esa corte de esbirros, cobardes y analfabetos, vivió usted su Disneylandia durante dos legislaturas en las que corrompió muchas causas nobles, hizo imposibles otras, y con la soberbia del rey desnudo llegó a creer que la mayor parte de los españoles -y españolas, que añadirían sus Bibianas y sus Leires- somos tan gilipollas como usted. Lo que no le recrimino del todo; pues en las últimas elecciones, con toda España sabiendo lo que ocurría y lo que iba a ocurrir, usted fue reelegido presidente. Por la mitad, supongo, de cada diez de los que hoy hacen cola en las oficinas del paro.

Pero no sólo eso, señor presidente. El paso de imbécil a malvado lo dio usted en otros aspectos que en su partido conocen de sobra, aunque hasta hace poco silbaran mirando a otro lado. Sin el menor respeto por la verdad ni la lealtad, usted mintió y traicionó a todos. Empecinado en sus errores, terco en ignorar la realidad, trituró a los críticos y a los sensatos, destrozando un partido imprescindible para España. Y ahora, cuando se va usted a hacer puñetas, deja un Estado desmantelado, indigente, y tal vez en manos de la derecha conservadora para un par de legislaturas. Con monseñor Rouco y la España negra de mantilla, peineta y agua bendita, que tanto nos había costado meter a empujones en el convento, retirando las bolitas de naftalina, radiante, mientras se frota las manos. Ojalá la peña se lo recuerde durante el resto de su vida, si tiene los santos huevos de entrar en un bar a tomar ese café que, estoy seguro, sigue sin tener ni puta idea de lo que vale.

Usted, señor presidente, ha convertido la mentira en deber patriótico, comprado a los sindicatos, sobornado con claudicaciones infames al nacionalismo más desvergonzado, envilecido la Justicia, penalizado como delito el uso correcto de la lengua española, envenenado la convivencia al utilizar, a falta de ideología propia, viejos rencores históricos como factor de coherencia interna y propaganda pública.

Ha sido un gobernante patético, de asombrosa indigencia cultural, incompetente, traidor y embustero hasta el último minuto; pues hasta en lo de irse o no irse mintió también, como en todo.

Ha sido el payaso de Europa y la vergüenza del telediario, haciéndonos sonrojar cada vez que aparecía junto a Sarkozy, Merkel y hasta Berlusconi, que ya es el colmo. Con intérprete de por medio, naturalmente.

Ni inglés ha sido capaz de aprender, maldita sea su estampa, en estos siete años.

(*) De la Real Academia Española

Hora de despertar / Antonio Muñoz Molina *

He pensado desde hace muchos años, y lo he escrito de vez en cuando, que España vivía en un estado de irrealidad parcial, incluso de delirio, sobre todo en la esfera pública, pero no solo en ella. Un delirio inducido por la clase política, alimentado por los medios, consentido por la ciudadanía, que aceptaba sin mucha dificultad la irrelevancia a cambio del halago, casi siempre de tipo identitario o festivo, o una mezcla de los dos. La broma empezó en los ochenta, cuando de la noche a la mañana nos hicimos modernos y amnésicos y el gobierno nos decía que España estaba de moda en el mundo, y Tierno Galván -¡Tierno Galván!- empezó la demagogia del político campechano y majete proclamando en las fiestas de San Isidro de Madrid aquello de “¡ El que no esté colocao que se coloque, y al loro!” Tierno Galván, que miró sonriente para otro lado, siendo alcalde, cuando un concejal le trajo pruebas de los primeros indicios de la infección que no ha dejado de agravarse con los años, la corrupción municipal que volvía cómplices a empresarios y a políticos.

Por un azar de la vida me encontré en la Expo de Sevilla en 1992 la noche de su clausura: en una terraza de no sé qué pabellón, entre una multitud de políticos y prebostes de diversa índole que comían gratis jamón de pata negra mientras estallaban en el horizonte los fuegos artificiales de la clausura. Era un símbolo tan demasiado evidente que ni siquiera servía para hacer literatura. Era la época de los grandes acontecimientos y no de los pequeños logros diarios, del despliegue obsceno de lujo y no de administración austera y rigurosa, de entusiasmo obligatorio. Llevar la contraria te convertía en algo peor que un reaccionario: en un malasombra. En esos años yo escribía una columna semanal en El País de Andalucía, cuando lo dirigía mi querida Soledad Gallego, a quien tuve la alegría grande de encontrar en Buenos Aires la semana pasada. Escribía denunciando el folklorismo obligatorio, el narcisismo de la identidad, el abandono de la enseñanza pública, el disparate de un televisión pagada con el dinero de todos en la que aparecían con frecuencia adivinos y brujas, la manía de los grandes gestos, las inauguraciones, las conmemoraciones, el despilfarro en lo superfluo y la mezquindad en lo necesario. Recuerdo un artículo en el que ironizaba sobre un curso de espíritu rociero para maestros que organizó ese año la Junta de Andalucía: hubo quien escribió al periódico llamándome traidor a mi tierra; hubo una carta colectiva de no sé cuantos ofendidos por mi artículo, entre ellos, por cierto, un obispo. Recuerdo un concejal que me acusaba de “criminalizar a los jóvenes” por sugerir que tal vez el fomento del alcoholismo colectivo no debiera estar entre las prioridades de una institución pública, después de una fiesta de la Cruz en Granada que duró más de una semana y que dejó media ciudad anegada en basuras.

El orgullo vacuo del ser ha dejado en segundo plano la dificultad y la satisfacción del hacer. Es algo que viene de antiguo, concretamente de la época de la Contrarreforma, cuando lo importante en la España inquisitorial consistía en mostrar que se era algo, a machamartillo, sin mezcla, sin sombra de duda; mostrar, sobre todo, que
no se era: que no se era judío, o morisco, o hereje. Que esa obcecación en la pureza de sangre convertida en identidad colectiva haya sido la base de una gran parte de los discursos políticos ha sido para mí una de las grandes sorpresas de la democracia en España. Ser andaluz, ser vasco, ser canario, ser de donde sea, ser lo que sea, de nacimiento, para siempre, sin fisuras: ser de izquierdas, ser de derechas, ser católico, ser del Madrid, ser gay, ser de la cofradía de la Macarena, ser machote, ser joven. La omipresencia del ser cortocircuita de antemano cualquier debate: me critiacan no porque soy corrupto, sino porque soy valenciano; si dices algo en contra de mí no es porque tengas argumentos, sino porque eres de izquierdas, o porque eres de derechas, o porque eres de fuera; quien denuncia el maltrato de un animal en una fiesta bárbara está ofendiendo a los extremeños, o a los de Zamora,o de donde sea; si te parece mal que el gobierno de Galicia gaste no sé cuántos miles de millones de euros en un edificio faraónico es que eres un rojo; si te escandalizas de que España gaste más de 20 millones de euros en la célebre cúpula de Barceló en Ginebra es que eres de derechas, o que estás en contra del arte moderno; si te alarman los informes reiterados sobre el fracaso escolar en España es que tiene nostalgia de la educación franquista.

He visto a alcaldes y a autoridades autonómicas españolas de todos los colores tirar cantidades inmensas de dinero público viniendo a Nueva York en presuntos viajes promocionales que solo tienen eco en los informativos de sus comarcas, municipios o comunidades respectivas, ya que en el séquito suelen o solían venir periodistas, jefes de prensa, hasta sindicalistas. Los he visto alquilar uno de los salones más caros del Waldorf Astoria para “presentar” un premio de poesía. Presentar no se sabe a quién, porque entre el público solo estaban ellos, sus familiares más próximos y unos cuantos españoles de los que viven aquí. Cuando era director del Cervantes el jefe de protocolo de un jerarca autonómico me llamó para exigirme que saliera a recibir a su señoría a la puerta del edificio cuando él llegara en el coche oficial. Preferí esperarlo en el patio, que se estaba más fresco. Entró rodeado por un séquito que atascaba los pasillos del centro y cuando yo empezaba a explicarle algo tuvo a bien ponerse a hablar por el móvil y dejarnos a todos, al séquito y a mí, esperando durante varios minutos. “Era Plácido”, dijo, “que viene a sumarse a nuestro proyecto”. El proyecto en cuestión calculo que tardará un siglo en terminar de pagarse.

Lo que yo me preguntaba, y lo que preguntaba cada vez que veía a un economista, era cómo un país de mediana importancia podía permitirse tantos lujos. Y me preguntaba y me pregunto por qué la ciudadanía ha aceptado con tanta indiferencia tantos abusos, durante tanto tiempo. Por eso creo que el despertar forzoso al que parece que al fin estamos llegando ha de tener una parte de rebeldía práctica y otra de autocrítica. Rebeldía práctica para ponernos de acuerdo en hacer juntos un cierto número de cosas y no solo para enfatizar lo que ya somos, o lo que nos han dicho o imaginamos que somos: que haya listas abiertas y limitación de mandatos, que la administración sea austera, profesional y transparente, que se prescinda de lo superfluo para salvar lo imprescindible en los tiempos que vienen, que se debata con claridad el modelo educativo y el modelo productivo que nuestro país necesita para ser viable y para ser justo, que las mejoras graduales y en profundidad surgidas del consenso democrático estén siempre por encima de los gestos enfáticos, de los centenarios y los monumentos firmados por vedettes internacionales de la arquitectura.

Y autocrítica, insisto, para no ceder más al halago, para reflexionar sobre lo que cada uno puede hacer en su propio ámbito y quizás no hace con el empeño con que debiera: el profesor enseñar, el estudiante estudiar haciéndose responsable del privilegio que es la educación pública, el tan solo un poco enfermo no presentarse en urgencias, el periodista comprobando un dato o un nombre por segunda vez antes de escribirlos, el padre o la madre responsabilizándose de los buenos modales de su hijo, cada uno a lo suyo, en lo suyo, por fin ciudadanos y adultos, no adolescentes perpetuos, entre el letargo y la queja, miembros de una comunidad política sólida y abierta y no de una tribu ancestral: ciudadanos justos y benéficos, como decía tan cándidamente, tan conmovedoramente, la Constitución de 1812, trabajadores de todas clases, como decía la de 1931.

Lo más raro es que el espejismo haya durado tanto.

(*) Escritor